21 de agosto de 2019

Pluma envenenada

Escribir debería ser otra cosa, algo muy diferente, piensa para sí mismo el escriba, el condenado al embrujo de la palabra escrita.

Habla uno--y escribe--más de la cuenta, le parece.




Siente que se lo hace sin pensar casi, exigido por secretas voces que pugnan por exclamar.

Todo el mundo--¿no es así? se pregunta--las escucha, esas voces que no cesan de susurrar--algunas--y pedir--a gritos otras--que se les dé palabras, de viva voz o, más secretamente, escritas: definitivas".

Dotados de palabra--don de los dioses éste de nombrar--todos hablamos--o escribimos--más de la cuenta; queremos decir lo que nadie sino cada cual--centro propio de toda inspiración--puede, quiere, necesita decir.

Un grito, eso; o un gruñido. Murmuraciones y suspiros. Se queja y balbucea el eco. Galimatías incesante el nuestro. Garabateo de la escritura. Palabrería que impide todo silencio, toda página en blanco.

Queda el consuelo de saber que viene, que ha de venir, tarde o temprano, el silencio, que ha de quedar impoluta la página en blanco, que se han de acallar las últimas palabras, el último intento de expresar lo que no pudo decirse en toda una vida de tartamudeo.

La pluma, entretanto, instrumento de tortura. 

La pluma, la que se usaba para inyectar la vacuna, a algunos nos inoculó el demonio de la escritura, el tormento de la tinta fermentada. 


No nos queda sino seguir escribiendo, admite el envenenado.




1 comentario:

  1. A más de uno se nos inoculó el demonio de la escritura. Los susurros, los gruñidos; las exigencias -y por qué no decirlo- los aullidos que ensordecen la mente y hacen perder la cordura nos habrán de acompañar hasta que voluntariamente cesen.

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