6 de septiembre de 2019

"El patio", cuento de Rebecca Bowman.

Mi padre no tenía amigos, pero de eso no me di cuenta hasta hace poco. De niño uno no percibe esas cosas; entonces lo que sucede es lo que es y no hay otra alternativa. No es hasta después que se ven otras maneras de vivir y uno dice: "Bueno, ¿y por qué no fuimos nosotros así?" Mas en mi casa yo jamás cuestionaba.
Llegaba mi padre del trabajo y se quedaba en casa. No eran para él los rotarios, las ligas de boliche. Ni siquiera salía a cenar. Pienso que a lo mejor le daba pena la condición de nuestra casa, los muebles roídos, las sillas desiguales. A lo mejor no quería tener que corresponder y pasar una noche vergonzosa bajo nuestro techo mientras sus amigos tintineaban vasos y miraban de soslayo las paredes carcomidas.  

Rebecca Bowman

Había una superioridad que no le permitía mezclarse con los demás, un desprecio por las cosas que se hacen en grupo, los chistes burdos, la plática banal. El quería pensar en otros asuntos, aunque también veía la televisión y perdía tiempo en nimiedades.

Luego supe que también era timidez.
Mi madre lo pasaba lavando todo con mucho cloro, jabón; un exceso de agua que luego hacía los pisos resbalosos y dejaba los tapetes olorosos a humedad. Trabajaba con furor, con coraje. Restregaba cada loseta del piso, cada centímetro de pared. Siempre que yo llegaba de la escuela a mediodía estaban los muebles cambiados de lugar y en medio del pasillo una cubeta con su trapeador.
Limpiaba para quitar los focos de infección, pero no para hacer la casa bonita. No tenía ojo para ver en dónde debían estar las cosas, y ellas mismas eran feas. Con la vajilla, por ejemplo, los platos eran mixtos, los vasos disparejos. Y no podíamos deshacernos de algo para comprar un juego nuevo. No se podía, y ya.
Bueno, dirán, les faltaba dinero; pero no, la pobreza que sufríamos era del ánimo.
Así como mi madre limpiaba solamente para quitar lo sucio, así también vivía. Pensaba que era suficiente evitar lo malo. Nunca anhelaba más. Las vidas bonitas, los vestidos elegantes no eran para ella, eran para otros, aquéllos con dinero, los frívolos. Cosas vanas, decía, pero como quiera las seguía con los ojos. O bien afirmaba: "Si yo tuviera su dinero, así no vestía. Yo sé qué es elegante". Pero yo veía su peinado a base de pasadores y sus patas de gallo curvadas en sus pies, de tanto uso; y esos detalles desmentían sus palabras.
No estaban contentos, no... Despreciaban pero envidiaban también.
Pienso después que uno no tenía permiso de querer cosas en mi casa. Y las actividades que se asocian con placer no tenían cupo allí. Veían televisión, se sentaban y oían la radio, pero sin ganas, sin jamás cambiar de canal, como si no escogieran los programas y el rato ante el aparato no fuera más que un descanso entre una tarea y otra... un momento de espera antes de la hora de acostarse.
Normalmente al llegar a adolescente uno se rebela. Escoge el camino contrario e intenta ser el opuesto de lo que se es, al menos unos meses, pero yo ni siquiera me daba cuenta. 
Me casé. Con una muchacha que se parecía a mi mamá, aunque no lo supe de momento, y vivimos de una manera parecida: juntando dinero, negándonos cosas sin razón, haciendo el amor de una manera recatada, cuidadosa.  
Me acuerdo que me gustaban los cigarros L y M, pero no los fumaba, fumaba Raleigh, porque al cabo de un tiempo representaba un ahorro. Y Jimena tampoco compraba una cosa sin ver primero el precio. Pero el dinero que ahorrábamos no se destinaba a nada, no era para una compra mayor.
Y caminamos en la noche por la calle y pensamos en tener hijos, pero siempre preguntando ¿y cuánto será lo del doctor?, ¿y cuánto lo del hospital?, un peso prohibitivo sobre nosotros.
Teníamos tres años de casados y yo pasaba poco tiempo en casa de mis padres. Lo hacía más mi mujer, quien por el deber o para pasar un rato afuera de su hogar a veces visitaba a mi madre. 
Mi mamá me habló por teléfono, una cosa tan inusitada que casi no le reconocí la voz:

--Si tienes tiempo, a ver si pasas por la casa. Hoy en la noche.
--Bueno, mamá, claro.
Y sonó el tono de marcar.
Me trajo un café, luego unas galletas marías, me ofreció un arroz con leche. Del que siempre hacía, espeso, amarillo, y que contenía demasiadas pasas.
Las fui apartando con la cuchara y colocándolas sobre el mismo mantel de siempre, de cuadros amarillos y verdes, resbaloso en partes, pegajoso en otras, mirando flotar la cortina de la cocina.
--Quiero que hables con tu padre.
--¿Qué le pasa?
Su labio superior temblaba. Se levantó y abrió la llave de la cocina:

--Se está portando raro, en las noches sale al patio, y se queda allí horas y horas.
--A lo mejor le gusta.
Mi madre volteó, me miró, se secó las manos enrojecidas, se las volvió a secar.
--Si quieres, platico con él.
Asentó, aliviada.

--¿Pasas por aquí en la noche?
--Está bien, mamá.
  ***
Nos sentamos en el patio, sobre las mecedoras descascaradas entre los tendederos. Era muy noche, y se oían carros y el ladrido coloquial de perros. Arriba de mí flotaba un ramo de bugambilia, amenazando con sus espinas. Estaba tan oscuro que no veía su rostro, pero hacia arriba el cuadro de cielo visible entre los muros del jardín se mostró de un color más claro, un gris en el cual no se adivinaba ninguna estrella. Yo me balanceaba una y otra vez con mis pies siempre en el piso y esperé que él hablara.
--Ya estoy viejo-- dijo. 
En un tendedero una blusa de mujer se movía en un baile leve, rítmico.
--Todos lo somos.
--A veces me levanto y no puedo respirar.  Siento que algo me oprime, aquí.
--Te llevo con el doctor.
--No es eso--. Se levantó y fue caminando hacia los lavaderos.

--Qué calor hace, ni siquiera en la noche me logro refrescar.
Detuve el movimiento de la mecedora, me incliné hacia adelante.

--Te traigo algo de tomar.
--No, gracias, hijito, no, gracias.
Y suspiró y dijo:

--Vamos adentro, tu mamá nos está esperando.
Volví a llamarla unos días después. Me dijo que la primera noche no fue al jardín, pero que anoche sí, se quedó allí hasta la hora de acostarse. Y eso que lo tenía lleno de ropa.
--Déjalo, no está haciendo nada malo.
--Me preocupa.
Luego tuve mucho trabajo, Jimena pensó que había encargado, fue una falsa alarma. Empezó el mundial y con los calores y los partidos me quedé más tiempo en casa.
Lo que supe de mis padres lo supe por Jimena.

--Dice tu madre que sigue raro tu papá. 
--Exagera, está grande, puede hacer lo que quiera.
Pasé en agosto a saludarlos, y encontré a mi madre viendo Sábado Gigante, una escoba a sus pies.
--¿Mi papá?

Inclinó la cabeza hacia la puerta de la cocina.
Estaba oscuro y de lejos vi su forma, cuadrada, chata en una esquina. Estaba parado con un brazo levantado asiendo la bugambilia. Miré el cielo. Tampoco esa noche se veían estrellas.
Estaba hablando en voz baja. Algo extraño en su respiración. No alcanzaba a entender sus palabras. 
Quise ir a abrazarlo, pero luego me dió pena.
Dejé azotar la puerta.
Volteó.
--Quería invitarte a cenar.
--Gracias, hijo, no tengo hambre. 
--O a salir a caminar.
--No. Siéntate.
Escogí la mecedora más chica.
--¿Estás bien, papá?
--Sí, claro.
--Dice mamá que estás actuando raro.
--Eso piensa tu mamá.

Empezó a balancearse, mirando a otro lado.

--Hay veces que hay que estar solo, es todo.
Yo asentí. 
--¿Pero no estás triste?
--Estoy bien--y se detuvo a medio mecer--No quiero que te preocupes.
Me quedé con él un rato y luego fui con mi mamá. Cada vez noto más sus defectos, la piel flácida de sus mejillas, sus cejas pobladas y canosas. No me gusta mirarla. Pero me siento con ella y le platico mis cosas.
En la noche con Jimena, la miro de reojo. No sé si con ella pueda platicar. Ella hojea una revista femenina, estudia con cuidado el rostro de una modelo. Pienso en tocarla, sentirla cerca, pero no creo que eso ayudaría. Luego ella se hará grande, y será un triste reflejo de mi propia vejez. Tengo ganas de salir, de huir de allí, pero ya es noche y no soy persona de copas. Pienso en el patio, y pienso que también yo podría estar allí.

2 comentarios:

  1. Permíteme expresarte mi admiración. Un texto limpio, vívido, tocante... Te felicito.

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  2. Gracias, Rebecca, por transportarnos a un escenario a la vez tan desconocido como familiar. Esa parte de nuestra historia personal que solemos ocultar en el pequeño patio, entre la ropa del tendedero, cualquier noche sin estrellas, para contarnos algo distinto y sentir que nos lo creemos. Me encantó.

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