Hay algo irónicamente simbólico en ese objeto icónico que es el reloj de oro, de próspera y llamativa representación. El tiempo--se dice--es oro y de oro es el objeto que lo mide y lo marca.
Mayor es la ironía--casi sarcasmo--eso de entregar el bien ganado reloj a quien, habiendo gastado ya su capital de días, jubila.
Porque si bien se dice que el tiempo es oro, mejor que nunca se aplica tal equivalencia cuando a quienes del tesoro de horas que tuvieron les van quedando apenas --si algo les queda--las raspaduras del fondo del cofre ya vacío que alguna vez refulgió, repleto del irrecuperable metal precioso que se va gastando y desgastando a diario: el tiempo.
Que el tiempo es oro, quien lo duda. Que como el oro fulgura y es tesoro, riqueza incomparable.
Del oro difiere el tiempo en que se desprende de las manos día a día y disminuye, irrecuperable.
Se consume en un constante descuento de horas, en el pago cotidiano de los días. Se lo invierte sin más rédito que las memorias gratas, las dichas recuperadas del desgaste del olvido.
No hay cómo ahorrarlo ni acumularlo para después, para cuando el reloj masque el fin de la fortuna, la bancarrota de las horas.
Es oro el tiempo, fortuna pasajera.