2 de agosto de 2020

Otra vez el imperativo de la lectura


Hay que leer, nos dicen. Nos lo han dicho desde que teníamos uso de razón, o incluso desde antes, cuando todavía no sabíamos que éramos lo que éramos y somos, cuando se nos fue imponiendo la condición humana y su habla con, en parte, vespertinas dosis de lectura al borde del sueño.
Desde entonces leemos, como quien escucha: averiguando lo que otros dicen, lo que han dicho los antecesores, los que no callan y nos hablan a través del tiempo. Leer como quien oye el eco de innumerables voces, el tumultuoso discurso de la multitud de textos. Descifrar sus geroglíficos.
Leer, nos dicen, es la disciplina imprescindible. Quien lee entiende y multiplica lo entendido: lo alza o profundiza hasta alcanzar la inefable sabiduría. 
Leer como quien respira. Como quien mira con los ojos admirados del que explora; como mira incrédulo el curioso y pide pruebas: averigua y examina. 
Leer sin tregua, sin descanso, como asaltando fortalezas inexpugnables, como singlando en la mar brava, como sembrando en la gleba untosa la semilla del pan del próximo verano. 
Leer como se trabaja, como se extrae el níquel de la montaña, como se depuran los alcoholes en el alambique, como se extrae de la planta el sabor y el aroma del ensueño.
Así, leer como en un duermevela, hamacados entre dos mundos por el vaivén del sueño y el desvelo.
Leer despierto para dormirse, dormido para despertar.
Leer con hambre: devorar los textos a dentelladas, saborearles las palabras, sorber los zumos del decir perfecto, lamerles los azúcares del verbo, el agridulce toque del ingenio.
Leer y beber son una misma acción, una  misma fuente de existencia: absorber el básico alimento de las aguas. Agua de pozo, pozo de palabras. Ojo de agua en medio de la pampa seca, cenote sin fondo, lago del profundo cráter.
Leer, nos dicen, es una forma de ser de nuevo, un renacer constante: transmigración, renuevo, un revivir a cada instante. 
Eso, nos dicen, es leer. Nos instan, por lo mismo, al acto comulgatorio de la lectura: la cena ritual del apetito que no cesa, el auténtico festín ilimitado. Quien lee se alimenta y no se sacia de lo gustado. Quien lee alza la copa y bebe, una y otra vez, sediento, nunca embriagado del todo, jamás del todo ajeno a la dorada visión del conocimiento y de la fantasía.

2 comentarios:

  1. La escritura es una extensión de nuestra voz y nuestra voz es la expresión de lo más íntimo que podemos tener. El primer lazo firme entre el yo y el tu es decir el nombre del otro para que desaparezco ese "otro" y aparezca ese "tu" (Martín Buber) Así la escritura para ser leída es tu voz para ser escuchada, eres tu atrapado en el papel.Ahí nos multiplicamos infinitamente cuando logramos que alguien nos lea. Magia de la comunicación.

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