¡Donde las fotos del medioambiente parecen pinturas en el museo!
Tomadas por Gary Keller en una visita al lugar donde el espíritu franciscano de la escritora, allí enterrada, pareciera dominar ese paisaje austero, en el que se encuentran desierto y tierra fértil en los faldeos de la Cordillera de los Andes.
VALLE DE ELQUI Tengo de llegar al Valle que su flor guarda el almendro y cría los higuerales que azulan higos extremos, para ambular a la tarde con mis vivos y mis muertos. Pende sobre el Valle, que arde, una laguna de ensueño que lo bautiza y refresca de un eterno refrigerio cuando el río de Elqui merma blanqueando el ijar sediento. Van a mirarme los cerros como padrinos tremendos, volviéndose en animales con ijares soñolientos, dando el vagido profundo que les oigo hasta durmiendo, porque doce me ahuecaron cuna de piedra y de leño. Quiero que, sentados todos sobre la alfalfa o el trébol, según el clan y el anillo de los que se aman sin tiempo y mudos se hablan sin más que la sangre y los alientos. Estemos así y duremos, trocando mirada y gesto en un repasar dichoso el cordón de los recuerdos, con edad y sin edad, con nombre y sin nombre expreso, casta de la cordillera, apretado nudo ardiendo, unas veces cantadora, otras, quedada en silencio. Pasan, del primero al último, las alegrías, los duelos, el mosto de los muchachos, la lenta miel de los viejos; pasan, en fuego, el fervor, la congoja y el jadeo, y más, y más: pasa el Valle a curvas de viboreo, de Peralillo a La Unión, vario y uno y entero. Hay una paz y un hervor, hay calenturas y oreos en este disco de carne que aprietan los treinta cerros. Y los ojos van y vienen como quien hace el recuento, y los que faltaban ya acuden, con o sin cuerpo, con repechos y jadeados, con derrotas y denuedos. A cada vez que los hallo, más rendidos los encuentro. Sólo les traigo la lengua y los gestos que me dieron y, abierto el pecho, les doy la esperanza que no tengo. Mi infancia aquí mana leche de cada rama que quiebro y de mi cara se acuerdan salvia con el romero y vuelven sus ojos dulces como con entendimiento y yo me duermo embriagada en sus nudos y entreveros. Quiero que me den no más el guillave de sus cerros y sobar, en mano y mano, melón de olor, niño tierno, trocando cuentos y veras con sus pobres alimentos. Y, si de pronto mi infancia vuelve, salta y me da al pecho, toda me doblo y me fundo y, como gavilla suelta, me recobro y me sujeto, porque ¿cómo la revivo con cabellos cenicientos? Ahora ya me voy, hurtando el rostro, por que no sepan y me echen los cerros ojos grises de resentimiento. Me voy, montaña adelante, por donde van mis arrieros, aunque espinos y algarrobos me atajan con llamamientos, aguzando las espinas o atravesándome el leño. |
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Miércoles 10 de agosto, 2016


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