Lezama y su cocinera
Excélsior, domingo 26 de julio de 1998
De vez en cuando Nélida visita la tumba de Lezama para limpiarla y ponerle flores. Fue el encargo deMaría Luisa, esposa del poeta, quien apenas sobrevivió cinco años después de la noche aciaga de agosto de 1976.
Nélida Rodríguez Yero no tuvo, como Baldomera, la dicha de quedar perpetuada en las páginas de Paradiso aunque—luego del retiro de la fiel sirvienta en 1970—también deleitó el exigente paladar del escritor y sostuvo el ritmo del hogar.
No hace tantos años, atendía las labores de la casa de Trocadero 162, guardaba el orden de las húmedas habitaciones, atiborradas de libros y recuerdos, recibía visitas—desde Alejo Carpentier hasta Julio Cortázar--, limpiaba las miniaturas asiáticas y vaciaba el cenicero desbordado por el tozudo tabaco de Lezama.
Viajaba de la sala al comedor de la casa, algo prolongada con las estancias sucesivas, y asistía, dotada de inusual licencia, a todas las intimidades de la rutina: levantarse al mediodía, tomar una taza de té en tanto llegaba el almuerzo, alrededor de las dos de la tarde una siesta hasta pasadas las cuatro, sesiones de escritura a bordo de un sillón o un butacón y, a las siete, otra vuelta a la mesa, para el "desayuno nocturno", preámbulo de tertulias prolongadas hasta la madrugada.
Sólo en los días de cumpleaños se alternaban estas pulsaciones. La casa se estremecía con la llegada de amigos, regalos y los platos que Nélida, con sabiduría forjada en su natal Sancti Spiritus, desplegaba sobre la mesa—custodiada por las frutas de Amelia Peláez en las paredes—, y acechaba el impenitente apetito de Lezama, sólo refrenado por los reproches revestidos de autoridad médica, de María Luisa.
Después de la cena, las oraciones no faltaban. María Luisa era adventista y al escritor cierta fe lo unía a todo lo inexplicable, a lo ultraterrenal, vínculo afianzado luego de la muerte de su padre y más tarde, ya en el umbral de la vejez, con la pérdida de Rosa, la madre. Desde entonces, Lezama "consultaba" con los dos cualquier decisión, les ponía flores en un proyectil y escribía sentado frente a sus retratos.
Al parecer, mientras dormía, el diálogo continuaba y, si se tornaba pesadilla, despertaba lloroso, clamando por su madre. Sólo esos momentos y alguno que otro comentario insano, más perturbador para María Luisa que para Lezama, despojaban del buen humor aquella existencia cuyo ritmo era monótono, a pesar de las audacias del intelecto.
Soltaba la carcajada cuando Lezama, que no callaba un buen chiste aunque después se arrepintiera, desnudaba una pose afectada, devolvía un dardo o durante las tertulias acosaba con chanzas a Virgilio Piñera quien, a pesar de su desenfado, audacia e ironía, escapaba y por un tiempo ayunaba de aquellas reuniones. Otras veces, el chiste afloraba durante la tarde cuando Lezama le dictaba a María Luisa sus textos. Él iniciaba la broma y ella la redondeaba inaugurando apodos.
Entre esas complicidades se dictaron páginas ahora trascendentales, quizás algún chiste quedó traspapelado, tal vez alguno insufló una frase, una idea, un verso que ahora perturban la sapiencia de un crítico o de un concienzudo lector.
Transcurría la tarde, entre dictados, la llegada de una prolífica correspondencia, paquetes de revistas, las ediciones de los libros, saludos de vecinos al pasar por la ventana colindante con la acera, pregones y altercados de barrio demasiado populoso.
La regular existencia de Lezama: "comer bien, un buen libro y un tabaco", asevera Nélida, a veces se amenizaba con una salida a los restaurantes, especialmente el "1830", junto a Julio Cortázar, Alejo Carpentier o Manuel Moreno Fraginals, o un paseo en el auto de esos amigos por la ancha avenida habanera que bordea el mar, quizás no tanto para deleitar la vista como para sosegar el asma.
Lezama, de apetito voraz y desprejuiciado en lo intelectual, fue de una brillante tradicionalidad en la mesa que se concentraba en la cocina criolla. Le gustaba Dante, pero detestaba los spaguettis. La predilección por el té no alcanzaba para suplantar el café. Adoraba la pastelería francesa, pero el boniatillo o los buñuelos bastaban para lanzarlo a la cocina por la madrugada, furtivamente.
Para deleitarlo, Nélida preparaba recetas arraigadas al paladar de la isla: arroz con pollo, yemitas de huevo, ensaladas con aguacate, buñuelos de malanga o yuca con densa almíbar, mermelada de guayaba con plátano, fruta, tambor de papa y la pulpeta que lo acompañó hasta el último almuerzo.
Para la pulpeta: se muelen masas de pollo, se mezclan con ajo, cebolla, castillas o tres huevos. La masa se empaniza con queso y se fríe. Se deja enfriar pero se vierte después en una salsa hirviente. En ese momento se pica y se presenta, en rodajas, custodiada por vegetales.
El "desayuno nocturno" lo protagonizaba el café con leche y lo secundaban el queso amarillo, los dulces y el pan. Entre los desconchados de las paredes, las habitaciones oscuras, la humedad de cripta y el polvo—imposible de desterrar por la promiscua convivencia de tantos libros y objetos—aquella casa mostraba sus mejores galas en el verbo y el paladar.
Nélida Rodríguez Yero vive todavía, lúcida y fuerte, a pocos metros del lugar. De vez en cuando retorna a la casa de columnas salomónicas de los Lezama y, si algunos periodistas la acechan con preguntas indiscretas y recuerdos que la entristecen, responde, y puede que privilegie a los curiosos con sus destellos culinarios, a los cuales la obra de José Lezama Lima, seguro, debe pensamientos graves o juguetones, pulidos al amparo de una feliz digestión.
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Miércoles 28 de diciembre, 2016
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