Acaba de entrar al café un anciano que
tiene un aire de alguien conocido y que no reconozco hasta oírlo ordenar a la
mesera, con voz demasiado alta, un desayuno nada sano.
Más que la voz, cascada por la edad, me
lo dio a conocer su actitud: ese tono farsante del fingido prepotente que
siempre fue. A pesar de lo cambiado de su aspecto físico--el del que se ha
desmoronado de pronto, herido repentinamente por la enfermedad del tiempo, que
envejece—mantiene lo altanero de su personalidad.
Bien sé quien es ahora que lo he
reconocido a pesar de lo envejecido que está. Por un tiempo trabajé para él en
algún proyecto insignificante de su invención, pero no recuerdo cómo se llama y
malamente podría dejarle saber que lo he visto. Tampoco ha dado signos de
acercárseme, aunque al entrar, se quedó mirándome por un instante, como si me
hubiera reconocido y tratara de hacer memoria de quien pueda ser este otro
anciano—no tan desmejorado como él—que lo mira fijamente sin saludarlo.
De viejos ya no seremos los que fuimos,
pero nos queda a algunos la vanidosa ilusión de todavía serlo.
No me sorprende, por lo mismo, que al
acercársele la mesera para servirle más café, él, tan presumido como siempre,
le muestre el diario y comience a hablarle de sí mismo, quiero decir del que
fue, ese político local, uno de los más dados a dorar la píldora y hablar en insignificantes
frases hechas.
Me tomo mi café de un trago. Amargo. Cuando
lo camarera venga a mi llamado le diré que a ese viejo decrépito, de cuyo
nombre no consigo acordarme, le gané en las elecciones por tantos votos que
tomó varios días contarlos todos. Que no le haga caso, le diré, porque no sabe
más que hablar mal de los demás y hacerse el importante.
Que haya gente así de vanidosa parece
increíble.
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