En el paseo de la playa hay varios cafés desde los que se tiene una buena vista del panorama marítimo; lugares muy a propósito para detenerse a desayunar después de haberse ejercitado caminando frente al mar y su refrescante brisa matutina.
Me siento a una mesa enfrentada a la inmensidad del horizonte y, tras la vidriera que defiende del frescor de la rompiente, me detengo a gozar de un necesario momento a solas.
Ordeno café y un "ave palta", sandwich de miga con pollo desmenuzado y aguacate molido sin más condimento que su propio sabor.
Me entrego a lo grato del lugar y lo calmo del instante. A esta hora de la mañana soy casi el único en el café y son muy pocos los que pasean a lo largo de la playa. El mar está más calmo que de costumbre.
Me siento a gusto. He cumplido más temprano con mi hábito matinal de leer un rato (Pío Baroja tal vez no sea la mejor lectura para inaugurar el día) y ahora debería cumplir con el segundo componente de la rutina de mis mañanas: escribir. No lo he hecho en varios días por falta de apartamiento y soledad, indispensables para el rasguñar de la pluma.
Me ha estado remordiendo un poco la conciencia estos descuido y olvido y me siento tanto mejor ahora que me he puesto a cumplir lo pendiente: escribo.
En paz, frente al mar, me demoro largamente saboreando memorias y dejo que las palabras vayan recuperando en la escritura su labor de escudriño.
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