—¿Desde cuándo será que no viene?
—¿Hará ya más de tres meses que se despidió diciéndonos que volvería pronto?
—Más o menos.
—Andará en uno de esos viajes suyos de los que nunca cuenta nada.
—¿De quién hablan?—se entrometió la muchacha nueva con su afán de estar al tanto de todo.
—De don Baruj.
Se echó a reir.
—Qué nombre absurdo.
No lo conoce. No sabe de él. Nunca lo ha visto.
Y si, Baruj no es un nombre común y puede sonarles a al algunos —como lo comentó la muchacha a risotadas—a carraspera de alguien que va a escupir o a ladrido de perro asustado.
—Paruj, paruj, paruj— se fue ladrando, muerta de risa, a recoger el bagel con salmón que le ordenaron en la mesa siete, la de la buena suerte.
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—Son mejores propinas: la luz de la ventana, ya sabes—le dije para convencerla.
Por varios días se la ha visto muy contenta contando billetes y sacudiendo monedas en el bolsillo del delantal.
—Quédate con tu mesa—me grita apenas acabo de entrar atrasado para mi turno.
—Qué propinas buenas ni que nada—me echa en cara, de veras molesta con su mal día. —El viejo ése lleva ahí sentado como dos horas, escribe que te escribe, sin consumir casi nada. Apenas si levanta la cabeza de vez en cuando nada más que para pedirme más agua caliente para su tetera.
No tengo necesidad de mirar a la mesa del rincón junto a la ventana encendida de sol. Sé que allí, la silueta quieta de don Baruj ensimismado en su escritura se ha de recortar contra el fulgor de la luz de afuera.
—Viejo tacaño y remolón—sigue reclamando la muchacha nueva—me tiene tomada la mesa y no da señas de que se vaya a ir.
—No te preocupes—le digo—desde ahora yo me encargo de él.
—Y yo de la propina—añade don Baruj desde su rincón, socarronamente enterado de la batahola.
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