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"Niña en el balcón" Leonidas González |
--No tengo ganas—le dice--, hoy no tengo ganas. Arréglatelas solo.
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Y le cierra la puerta aunque haya visto que un paquetito de papel floreado se le asoma a él en el bolsillo de la chamarra. Ya lo abrirá mañana, piensa--cerrada ya la puerta con cerrojo y pestillo--y se vuelve al camastro o nidal de trapos en que se ha pasado las horas no haciendo nada. O haciendo planes que nada tienen que ver con esos ríos y esos horizontes de que le ha estado hablando el aburrido que se dice su novio y no le sirve de gran cosa. Muerto de hambre, deprimido de impotencia, no tiene el iluso energías para nada, ni para hacerla creer en lo que sueña.
Lo cierto es que se aburren juntos y ella, por su cuenta, se ha aburrido aun más y ya quisiera que él fuese otro: ese otro que al pasar frente a la ventana del piso que imagina, se detiene, la mira, la llama y sube, de a dos escalones la escalera al tercero a visitarla. Y lo hace entrar aunque no traiga paquete alguno en los bolsillos ni un ramito cariñoso—aunque no fuese más que de nomeolvides--en las manos. Lindas manos que dejará que la toquen, la acaricien, le aprieten el corazón hasta volvérselo un agua tibia de estanque que se les escurre por todo el cuerpo. Estanque de aguas detenidas, transparentes, es lo que la Toto quiere, no un río de aguas turbias que huyen desoladas ni un mar que se pierde en el horizonte.
Que él huya, si quiere. Que aunque querrá no podrá hacerlo.
Que él navegue río abajo, si es lo que quiere hacer. Y que lo haga solo. Que él navegue hacia el horizonte que a la distancia se esfuma y desaparece.
Ella lo que quiere es la quietud de un piso con ventana, o mejor, con balcón al que asomarse a mirar y que la miren. No es viajar lo que ella quiere, no es la aventura, sino el estarse en el mismo lugar, a la espera de la sorpresa que se imagina.
Viajar es de abandonados, de gente que se la lleva el río.
Lo suyo es el estarse sin mover un pie, al aguaite, en su piso con ventana o balcón que ha imaginado desde el rincón sin luz del cuarto en que cabe apenas el desorden solitario del destartalado catre en que, con limitadas palabras y aún menos imaginación, tendida todo el día ensueña.
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