Pero las aguas pueden ser también un límite: la infinitud del mar de distante horizonte, el ímpetu del río y el trenzado de sus corrientes.
Hasta que no hubo un primero--porque un primero tuvo que haber--que, osado e irreverente, se aventuró a navegarlas, las aguas establecieron lo limitado y fueron motivo de temerosa y distante adoración. Todavía hoy las adoramos, todavía hoy las navegamos a riesgo de perdernos en ellas. Todavía tememos hoy, como a las diosas caprichosas que son, esa olas y resacas, esas corrientes y remansos de escondidos remolinos.
Como él ahora, debió un ancestro--ya olvidado en los pasados milenios--observar desde el talud de la ribera el río y su raudal rabioso del deshielo y, como él, habrá sentido--ante la imagen repentina de un camino de aguas--que no era la otra orilla la que se quiere alcanzar cruzando el río imponente sino el lugar remoto, intrigante, al que las corrientes van apresuradas.
Que como la hormiga que en un mínimo reguero avanza lejos montada en una brizna de algo que el diminuto arroyo lleva a flote y llega hasta el lugar donde hay riquezas increíbles de semillas que portar de vuelta al hormiguero él también puede--o debería--dejarse llevar por la corriente, montado en un madero de esos que el río lleva, y alcanzar su destino distante, premio del que se arriesga.
Riesgo que el pasar de troncos y ramajes--apresurados nautas--que el río debió arrebatar a su paso enrabiado se muestra como excesivo: es demasiado el peligro. Pero, náufragos o navegantes--según se mire el atropello de la riada--pasaban frente a él llamándolo a seguirlos, instándolo a dejar la tierra inmóvil de la ribera y lanzarse, ciego, al agua fragorosa de la huida.
Ceguera del entusiasmo le falta al indeciso que, impedido de temor, deja correr las aguas que no ha de navegar aunque lo inste a gritos el deseo de partir dejando atrás todo lo que tiene y lo que ha sido.
Braman enrabiados el cielo de tormenta y el río atormentado.
Duda en la orilla quien no ha heredado el ardor de la osadía.
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