La canícula detiene al sol a plomo sobre la tierra: lo desploma contra las cosas, contra los seres vivos, con una fuerza, una energía vital, que sobrepasa su objetivo y en vez de engendrar calcina.
Sobre la piedra ardiente se reseca el cuerpo fulminado del dragón en miniatura y transita sobre el pedernal, a pasos cautelosos el alacrán de cola encorvada de veneno: el sol lo vuelve de un color de hierro al rojo. Brasas refulgentes, arden los coleópteros en la fragua de la arena ciega de sol.
La luz del mediodía lo abrasa todo.
Más allá del horno pétreo el chaparral persiste contra el fulgor del cielo; y un poco más allá, arqueando el horizonte, se alzan poco a poco las lomas del pastizal quemado y más atrás las del pinar y su aroma y sonido de aguas.
Cede el sol a las sombras, el calor a la brisa verde.
Y aún más allá la inmensidad del mar, que reverbera como si hirviese.
Desde su distancia la humareda como de volcán enardecido trata en vano de anular la luz, la brasa cenital del sacrificio, la hecatombe: arde el estío.
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