Y Tim Barnes Lee dijo hágase la web y como un insecto, la palabra se enredó en la telaraña.
A poco más de veinte años de creada la red mundial de internet, la palabra sigue luchando por no ser devorada. La lucha parece perdida por momentos en que la arañuela del interés succiona la esencia de la palabra escrita, condición adquirida a través de los siglos, desde que el mundo es mundo y el homo sapiens plasmó sus primeros garabatos en paredes y tablillas.
Tan indispensable era la palabra escrita que un dios entregó al profeta sus mandamientos en tablas laceradas por su propio dedo. Tan imprescindible fue alguna vez que hombres ardieron en la hoguera junto a sus manuscritos.
La imagen de la palabra en la red alcanza una repercusión nunca antes obtenida, eso nadie lo puede negar; y sin embargo, parece que entre más democráticas las vías que la transportan, menos importancia le damos. Ya no existe la paciencia en el lector para profundizar en la lectura, en los sofisticados procesos mentales que implica el entendimiento de lo que se lee. Y cómo hacerlo si en vez de pasar las páginas de un libro ahora leemos hologramas sobre pantallas multimedia que reclaman de mil formas un ápice de nuestra atención. Y basta un click para saltar de una línea de Borges a un video de Lady Gaga.
¿Quién se sienta bajo un árbol en un parque público a leer a Benedetti? ¿O busca la quietud y la calma de la biblioteca, lejos de la hiperactividad del mundo, para encontrarse a solas con Hemingway?
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