El niño bajó la vista y se encontró solo en el patio. Las clases habían terminado y el lugar estaba vacío y silencioso. Atemorizado, rememoró lo que acababa de ver en el techo de uno de los edificios: una cabeza con el cráneo en punta había liberado un pájaro que partía veloz hacia el cielo.Quiso contárselo a sus amigos, pero ya no había nadie, sólo él. Estremecido, volvió a mirar hacia ese punto, pero sintió que lo espiaban e inició una rápida huida.
Descendía la luminosidad y cada vez más se alejaba del camino que conducía a la salida del Colegio; sus pasos se adentraban por galerías desmanteladas, cubiertas por enredaderas que cegaban ventanas y fachadas.
Declinaba la tarde cuando accedió a un pequeño claustro. Una bandada de mirlos chillando voló desde un magnolio hacia las cercanas cornisas donde quedaron inmóviles.
Era un claustro en semicírculo, contrapuesto a una construcción de paredes inclinadas, tan altas que sobrepasaban en mucho a los edificios de corredores y escaleras por donde había venido. De sus muros salían arbotantes de piedra con formas de brazos y piernas entreveradas de pináculos, vitrales oscuros y cabezas de pequeños monstruos con crestas, garras y bocas abiertas, asomadas al vacío. Le latía el corazón con alegría y dejó de hacer gestos con su cuerpo para quedar estático y asombrado.En ese momento sonaron cinco campanadas y el niño sintió que una mano desde atrás le apretaba con fuerza un hombro, sin soltarle. No quiso moverse. En las cornisas, la fila de mirlos sufrió una ondulante turbación acompañada de cortos trinos y aleteos. Había silencio, pero su cuerpo no dejaba de vibrar por la mano que le atenazaba.
Oyó entonces un rumor de palabras confusas de reprobación por encontrarse en ese lugar distante y solitario.
--Me perdí—se justificó con firmeza.
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Miércoles 20 de abril, 2016

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