…uno está atrapado en lo que es.
RB

Pero, dentro de esa aparente calma o abulia con la que se mueven—y a veces hasta se empujan—estos seres soñolientos y anodinos, saben que la violencia de los dos mundos que se contraponen allá afuera, los lacera y los torna vulnerables, huidizos. Casi siempre a punto de agacharse, cubrirse con el sombrero y dejar que baje la marea. Nada procede del azar, los caminos están trazados. Son seres en tránsito permanente que sueñan y nadan río arriba aunque las corrientes jamás los dejen avanzar. Peor aún, les remachan el miedo a salir afuera.
“Afuera bandas de
muchachos se atreven a pintar sobre la barda símbolos feos, nombres de pandillas escritos con letra busca,
angulada. Y doña Mari, la única vecina que le queda,
la asaltaron hace poco”. (Págs. 64 y 65)
Es por ello que en esta colección de relatos convergen una serie de visiones y obsesiones que van de un lado a otro, llevando y trayendo la pasión y las ansias de unos personajes que se sobreponen al cansancio y la dejadez de las convenciones sociales y políticas, para cruzar la raya que separa lo real de lo posible. La frontera, más que toda la parafernalia en la que la han convertido gobernantes, parlamentarios y guardias fronterizos, es un espacio distendido en el tiempo. Allí la vida es huera y apocada; los seres y las cosas se mantienen como en un limbo que parpadea como la llama de una vela siempre a punto de apagarse.
“Un dique no sabe cuándo cederá.
Sólo sabe que lo hará, pero no sabe cuándo […] Pronto se
irá. Ella lo sabe. Está cumpliendo un rito que sigue todo
viajero que pasa por aquí. Miran
los
bienes, preguntan el precio, los compran o regatean y luego se van, y
siguen su camino”.
(Págs. 23 y 24)
Como acabadas piezas de orfebrería, urdidas cuidadosamente, cada una de las historias reproduce fragmentos de un mundo donde los niños—principalmente niñas—han sustituido los espejos para devolvernos imágenes tan ajenas a la normal abulia de los adultos; casi siempre madres que sin ver el sol se desgastan entre los herrajes de las más disímiles afanes y trajines. Los hombres, por el contrario, esa especie de lastre o baldón, vienen a ser el karma o castigo que arrastran desvalidas las mujeres, quizás por no haber oído o prestado atención a las advertencias de las abuelas que, cansadas y apartadas en los más sordos rincones, ni oyen ni ven ni entienden…
“…las
noches que no llegaba, ella, tensa, sentada derechita, en su bata de holanes,
sobre la
cama, escuchando pasar a los
carros. Y por fin llegaba y estaba borracho o bien traía una
cortada sobre el labio superior”. (Pág. 17)
Si, como bien apunta Richard Ford que la característica fundamental del cuento, además de su brevedad, es la audacia. Rebeca Bowman da exacta y puntualmente en el blanco, valiéndose de un excelente manejo de la otra lengua logra hacernos ver—en miniatura—un mundo que está ahí, que todos vemos, pero del cual jamás imaginamos que podía salir algo menos que tacos y algún que otro zumito de apazote. Sin lugar a dudas, relatos como “La vida callada”, “El dique” y “Las señas” son un portento de ternura. Tanto por lo que cuentan como por la excelencia con la que la autora maneja la lengua, utilizando las palabras para decir mucho más de lo que se puede decir con las palabras.
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Miércoles 13 de abril, 2016
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Miércoles 13 de abril, 2016
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