28 de septiembre de 2016

Un cuento de Rebecca Bowman

Jano

Antecedentes, les doy. Aunque no sé qué tanto sirvan para esta historia, se los doy, aquí en este lugar de mediana muerte, en donde apenas pasa la luz a través de los vidrios mal lavados, con las letras que por estar al revés y por ser hechas con una letra manuscrita rara, no logro descifrar. El barman pule un vaso, lo pone sobre el estante frente al espejo por el que varias veces me ha mirado sin mucha curiosidad, y yo levanto mi copa para dejar entrar en mi boca la película de coñac que da color a su fondo. Antecedentes, ahorita mismo, déjenme pensar.

Una descripción física me parece lo más adecuado. Veamos: un hombre de complexión delgada, trajeado, una cara armoniosa, indigenizada, mandíbula fuerte, la boca dura y masculina.  Una frente que aunque no es amplia, tampoco es de esas mezquindades que se acostumbra ver en nuestro ambiente  urbano. Mirémoslo bien, se ve heroico, fino. Lo vemos de perfil, de repente voltea, y hay un ojo emblanquecido.

No sé cómo hubiera sido tener así el ojo. Hay veces que cierro los míos e imagino que los abro y que de repente uno está cubierto por un paño. De niño soñaba con ello, con mirarme en el espejo y ver la misma cara que la de mi padre, y siempre despertaba.  

Hice mi primera comunión y al verme después, mi padre me abrazó y se puso serio, orgulloso, pero luego me dijo--no te engañes, no les hagas caso a esas gentes--, así que traía un recado doble en la cabeza, el que me enseñaban las monjas, y el de mi papá quien caminaba siempre con una mano en el bolsillo, haciendo sonar sus llaves, y esperando para mostrar el lado de la cara donde tenía el ojo malo hasta que fuera de su ventaja.

Mi padre se paraba bruscamente, me apachurraba la cara entre sus dedos con esos arrebatos de cariño que de repente tenía  y me miraba, sorprendido de que yo no fuera feo como él.

Pero yo sabía que tampoco era bello, por lo que no me tocaría ganar. Así, sin tener la potencia de espantar ni tampoco la habilidad de atraer, pasaría la vida en las tinieblas.  

No acostumbro tomar, no me cae bien.

Hablo del defecto, pero la verdad es que no lo veía, no conscientemente, era tan familiar.

Perseo nunca miró a la Medusa, sólo veía luego los rostros petrificados de los demás. Así yo veía el ojo de mi papá en las caras de mis compañeros de primaria, una vez que se le ocurrió a mi padre recogerme de allí, y en la expresión de lástima que puso la maestra.

Los monstruos tienen poder. Supo y me enseñó que más valía ser canijo y conseguir lo suyo, que andar por allí de cobarde y débil. --Si tú quieres algo tómalo. Porque nadie te lo va a regalar, eso tenlo por seguro--,  me decía, cuando yo era adolescente, flaco, lleno de espinillas, muy de noche, después de que mi madre se había ido a acostar. --No--, decía y echaba más ron a su cuba, --aquí nadie vive bien si no se pone listo.

Los padres no revelan mucho sobre sí mismos. De eso me he dado cuenta. Prefieren que el niño les vea como quiere, temen a la verdad. O quizás dudan ante la idea de destrozar esa nube de seguridad que da la inocencia. Pero las creencias se absorben, la cosmovisión se hereda. Aún ahora, siento que hay por ahí algún lugar en donde los iniciados celebran su sociedad.

Pero, claro, a mí no me invitan.

--Salud--digo, a nadie--, salucita.

A mi padre no le hubiese importado. El entraría a la fiesta, acaparando una botella, un plato, y si había protestas, si alguien le reclamaba, él  simplemente les mostraba el lado de la cara chueco, el ojo empañado, y con eso los volvía piedra.

No puedo decir bien a qué se dedicaba. A veces de repente supe que estaba vendiendo tal cosa, o que andaba buscando clientes para algún terreno, y una vez mi madre me dijo, despectivamente, que era un coyote, pero parece que él no quería que nos enteráramos mucho, nos quiso tener separados de eso.

Como si quisiera estar en paz, aislarse en su casa. Llegaba tarde y siempre se echaba un suspiro ruidoso, y con un ademán de contento, teatral, decía--por fin--, pero yo sabía que donde él estaba a gusto no era allí con nosotros. Era en la calle, entre los carros y el tráfico, entre el bullicio, en donde él ejercía su poder.

En la noche, desde mi recámara lo oía hablando por teléfono, moviéndose por los cuartos. Dormía poco.  Se oían sus pasos, el ruido de copas, el televisor. Y yo miraba por la oscuridad hacia la raya de luz debajo de la puerta, esperando que se acostara.

Hay duda aquí sobre quién cuenta esto, porque lo hago yo, comerciante vendedor de seguros médicos, casado, dos hijos, no fumador, de treinta y seis años de edad, pero también lo hace un joven que miraba a su papá y no lo comprendía.

Me mandó a la universidad, pero yo sospecho que no le veía valor a eso, que incluso despreciaba a los licenciados con los que le tocaba lidiar.

Y a mi madre la quería pero no le hacía caso.

No he dibujado a mi madre. Basta decir que no se parecía a mi papá. Era quieta, más que quieta, callada, y cuando salíamos, se movía entre la gente como un conejo acechado.

Pagaban cuentas, mi papá y mi madre; uno enojado la otra, disculpándose. O la veía en la entrada, con un secador en la mano, escuchando asustada por si él llegaba.

Mi padre no comía en casa, ni siquiera en domingo, entonces comíamos fuera, pero no me acuerdo de él comiendo. Tomando sí, sentado en frente del televisor, a veces, ya muy noche. O en el baño, con el rastrillo y un olor a limón de la crema de afeitar, mirando con su ojo bueno, seriamente, a su cara espumada.

O me acuerdo de mi padre detrás del volante de sus varios carros (entre sus otros oficios, los compraba y vendía de manera que siempre andábamos con diferentes marcas), guiándose con destreza entre los coches que pitaban. Ahí también le gustaba ganar.

Íbamos a misa, por ejemplo, no siempre pero de repente, cuando se le ocurría a papá, y yo me sentaba a su lado izquierdo y de reojo lo veía asentir con la cabeza, con el lado de su cara hermoso, todo lo que afirmaba el cura. Y salía chiflando de la iglesia con pasos de repente más livianos.

Pero luego al llegar a la casa había una llamada. Yo veía el  lado endurecido de su cara levantar el auricular y de su boca chueca salir como escupido algún juicio sobre otro.

O bien se ponía todo meloso diciendo mentiras.

Hipócrita, dirán, pero no lo juzgo así. No creo que afirmaba en la misa para los demás. En ese momento lo creía.

Pero tenía su propia religión; la de ganarles a los demás, y cuando la predicaba, en las noches, era más intensa esa creencia que la otra.

Yo era su prosélito, la persona que él quería convencer, para salvarme de una vida mediocre, decía, para que no me dejara, y como en los sermones, pocas veces había ejemplos, todo quedaba en lo abstracto: --El mundo está lleno de gente que se aprovecha si la dejas, mejor sé tú quien aprovecha. Mira--, me golpeó en una pierna--, mira nomás esos pobres diablos--, yo a su lado en un Valiant negro mientras vimos pasar una pesera repleta. Pero su tono no era de lástima sino de desprecio.

Y sin embargo cuando se sentaba en el banco de la iglesia, allí también buscaba una verdad.

Mi padre murió el año pasado. Algo del hígado. Antes de que falleciera ya lo sentía manso, débil, inocuo. Una vez, cuando lo vi de lejos me di cuenta que era un poco chaparro.

Dicen que estamos condenados a repetir la historia de nuestros padres, que con el tiempo llegamos a ser como ellos. Es cierto.

Ya me he dado cuenta de algo. Lo que tenía mi papá no tenía nada que ver con su rostro.

Porque yo no tengo defecto en la cara, ni nada visible que me divida, pero también siento el mismo conflicto.

Y ahora sé que hay cómplices en esto, que también la esposa y los hijos quieren que uno sea así.

Aquí estoy en este bar, dizque para celebrar un trato que acabo de hacer, una venta al gobierno.

Pero yo no acostumbro tomar; la verdad es que me cae mal.

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Del libro Los ciclos íntimos.

Miércoles 28 de septiembre, 2016

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