26 de octubre de 2016

Prosa breve de Jesús Valenzuela.

Jesús y el Quijote de la Mancha.

El de Postdamer Platz es un túnel más bien corto, de unos cincuenta metros de largo, que está entre la estación del mismo nombre y una escalera por la que desciende la gente que va a tomar el metro. Ya es un lugar que conozco y lo considero uno de los mejores porque, por alguna razón, en ese lugar se reciben muchas monedas grandes, de un euro o de dos. En muchos lugares de Berlín uno puede almorzar muy bien con tres euros y medio.

Me dirigí al medio del túnel, donde abrí mi silla portátil, le saqué la funda a la guitarra, la puse delante mío en el suelo con algunas monedas, me senté y cuando miré al frente, vi ese cartel: Aparecía una muchacha muy bonita--aquí abundan--, por supuesto rubia de ojos azules, con una sonrisa impresionante que iluminaba toda su cara. Tenía en la mano un diploma y estaba vestida con el tradicional vestido de graduación, de color negro, con ese birrete característico, que arriba es cuadrado y plano. Parecía estar muy contenta de que yo hubiera elegido ese lugar para sentarme y cantar.

En varias ocasiones me he ayudado de carteles delante mío para darme ánimos. El cerebro humano se vale de cualquier cosa y puede aceptar que esa sonrisa preciosa la haya provocado uno mismo y puede aceptar también que eso no sea un cartel sino un verdadero público. Varias veces, a lo largo de unas dos horas que canté allí, al mirar al frente me sentí apoyado por ella y despertó en mí verdaderas sonrisas mientras cantaba.

En eso estaba cuando por mi izquierda se iba aproximando un hombre de unos 35 años que se tambaleaba un poco mientras caminaba lentamente como eligiendo con cuidado donde pisar. Su aspecto, para ser breve, era lo más parecido a las caracterizaciones que hacen los actores de teatro cuando se trata de representar al Quijote de la Mancha, pero en este se añadía el estar con el pelo desgreñado y en un completo desorden, amen de su barba y bigote, los dos crecidos a su libre albedrío en todas direcciones. Se vestía completamente de negro, aunque la suciedad acumulada quien sabe desde cuando, lo tornaba todo un conjunto de grises en el que uno no podía distinguir donde empezaba y donde terminaba cada prenda por las roturas y la libertad con que se disponían sobre su cuerpo.

Venía como meditando, con una mano tocándose la frente. Cada palabra y cada nota que salía de mi boca y todo mi canto lo aprovechaba; y lo que de mí recibía era tan afín con sus necesidades que hizo que aumentara mi concentración y cantara con un cuidado como el que uno  debe tener cuando con una cuchara le da a un niño un remedio en la boca.

Cuando con esos gestos vacilantes se cruzó delante mío, de pronto se detuvo, cancelando su próximo paso al darse cuenta de que no debía alejarse de esa fuente que cautivaba su corazón, ni de ese alimento que sanaba su alma. Dentro de la nebulosa que debe haber sido su cerebro--llevaba una cerveza en la mano y se notaba que no era la primera--tuvo la claridad suficiente para acercarse y, siempre lentamente, sentarse a mi lado, en el suelo. Gracias a Dios el viento, que soplaba fuerte, estaba a mi favor y se llevaba lejos el olor a orín y a toda la variedad de basuras que se les adhiere a los que viven en la calle y duermen en el suelo o sobre los bancos, que en Berlín abundan, ciudad generosa como ninguna.

Empezó a trajinarse los bolsillos con la dificultad del que busca algo en la oscuridad en descampado, presa de una fuerte determinación, mientras yo no paraba de cantar, hasta que encontró unas monedas y medio arrastrándose las puso sobre la funda: la proverbial generosidad del pobre.

Me acompañó un largo rato durante el cual fui eligiendo las canciones que podían mejor ayudarle a sentir que la Misericordia de Dios no lo había abandonado, no importando el estado en que estuviera. En algunas hizo gestos con los brazos y batió palmas aisladas pero sonoras y de alguna manera por una acumulación de lo no habitual en lo que la escena se desarrollaba, fuimos un verdadero dúo. Entre nosotros circuló el amor sin barrera alguna; yo fui ese vagabundo y él fue ese cantor y nuestros corazones fueron amigos y agradecieron los regalos de la compañía mutua.

Delante nuestro la muchacha recién graduada no dejó en ningún momento de sonreír abiertamente y aprobar entusiasmada nuestro show, mientras las monedas caían como el Maná,  gracias a la Infinita Misericordia de Dios.

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 Miércoles 26 de octubre, 2016

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