El
Incendio
Cuento esta historia con el despego
del tiempo y la distancia, confiando que los recuerdos me sirvan bien y no sea
mi imaginación la que la reconstruye. ¿Ocurrieron las cosas como decía mi
familia o como la contaron ellos, los que trabajaban del otro lado del muro?
Aquel muro de adobe era alto y
grueso, un vestigio de la construcción antigua del solar donde se construyó
nuestra casa. Entre sus grietas y hendiduras, acogía una gran variedad de vida
silvestre y a mí me gustaba explorarlo palmo a palmo. Las semillas abandonadas
por los pájaros germinaban decorándolo con brotes primaverales. Los huecos
ofrecían refugio y frescura a las lagartijas, y batallones de hormigas
desafiaban la gravedad marchando en fila india, cargando los tesoros
desperdigados por el viento entre los resquicios del muro. Un par de palomas
construyó un nido en la esquina y observándolas desde mi sitio favorito,
adentro de una tinaja de lámina, aprendí el ciclo de la vida.
Del otro lado del muro había un
corralón que alojó diferentes negocios. Primero fue una bodega de forraje que
cerró de repente, lanzando a nuestra propiedad docenas de ratones acostumbrados
a festines de heno y alfalfa. Construyeron madrigueras en la base del muro y se
colaban al interior de la casa con la mayor desfachatez;, sin timidez o
precaución alguna. Hubo que traer tres gatos para erradicar la plaga.
Poco después el espacio se rentó como
herrería y nos acostumbramos a los ruidos del soplete y del taladro, al golpe
seco que da el mazo sobre el yunque y a los gritos de los trabajadores. A
través de las rendijas del muro me gustaba ver el resplandor de las llamas
cuando soldaban.
El dueño era un viejito amable, llamado
Don Abraham, quien nos regalaba dulces. Cuando murió, el taller cerró y el lote
pasó a ser una carpintería. El descuido y desorganización del carpintero y sus
aprendices contrastaban con la integridad y nitidez de Don Abraham) y, por
supuesto, empezaron los problemas.
Más de una vez mi madre pilló a los
trabajadores brincando el muro de adobe para robarse los duraznos, los higos y
las granadas de nuestro jardín. Después los veíamos fumando muy cerca de la
madera y usaban una máquina que despedía un humo sucio y apestoso que nos quemaba
la nariz.
Una tarde de invierno mi madre
colgaba las sábanas en los tendederos de atrás cuando un hedor pungente llenó
el ambiente. Del otro lado del muro surgía una columna de hollín espeso que la
brisa difundía por nuestro patio. Al ver las pequeñas partículas negras
incrustarse en las sábanas blancas recién lavadas, mi madre se puso furiosa. Mi
padre escuchó sus gritos desde la cocina y salió a ver la razón de tanto
alboroto.
Indignado, fue a buscar al dueño para
quejarse, pero sólo encontró a dos empleados operando una sierra eléctrica y
fumando sobre una alfombra de aserrín y virutas. Hacía frío y una estufa de
leña que los trabajadores atizaban con petróleo y basura(,) despedía el humo
oscuro y maloliente que tanto molestó a mi madre.
̶ ¿Cómo pueden ser tan imprudentes? ̶
gritó mi padre ̶ . Si no tienen cuidado, un día de éstos se les va a quemar el
negocio.
Cual profecía, esa noche nos despertó
el insistente golpear de unas llaves en la ventana de la recámara.
̶ ¡Se quema su casa! ̶ gritó el hijo
de un vecino cuando mi madre se asomó.
Llamas enormes salían de la
carpintería, no de nuestra propiedad, pero corríamos el riesgo de que el
incendio se propagara a nuestra casa. Nos vestimos de prisa y salimos a la
calle sin pensar en qué salvar. Si tu casa se incendiara, nos preguntamos
muchas veces, ¿qué es lo primero que tratarías de sacar? Fotos, decía yo. Mi
crucifijo, decía mi madre. Sin embargo en ese momento no se nos ocurrió salvar
nada y salimos despavoridos por la puerta de atrás. Nos abrazamos al cruzar la
calle y mi padre fue a agradecer el aviso al chico. Los bomberos llegaron y
arrastrando sus gigantescas mangueras de alta presión por la cocina de la casa,
se colocaron frente al muro de adobe y empezaron a combatir el fuego. Sofocaron
el incendio después de varias horas, pero el muro no sobrevivió el desastre. Se
desmoronó como castillo de arena, víctima del ataque del agua por un lado y del
calor intenso del incendio por el otro.
Un agente de investigaciones previas
vino a la mañana siguiente. Los carpinteros llegaban al taller y no podían
creer lo que veían. El boquete del muro derrumbado servía de marco a un
panorama de tablas y maderos calcinados y ahumados regados por todo el piso.
̶ Es un milagro que no haya sucedido
algo más grave ̶ comentó el agente inspeccionando los daños del siniestro.
̶ Aquel señor barbón vino a
amenazarnos ayer, y hoy encontramos el lugar destruido. ¿No le parece demasiada
coincidencia, licenciado? ̶ dijo un joven flacucho abriendo su cajetilla de
Faros y ofreciéndole un cigarrillo al agente. Señaló a mi padre, quien en ese
momento recogía escombros en nuestro lado del jardín.
̶ ¿Los amenazó? ¿Qué les dijo? ̶
preguntó el hombre rechazando con la mano la oferta del cigarrillo.
El joven contó su versión de lo
acontecido la tarde anterior y otro empleado, un carpintero alto y bigotón, se
acercó a ellos y empezó a mover la cabeza corroborando lo que el otro decía.
̶ De seguro se brincó la barda ̶concluyó.
¿Brincar la barda? ¡Imposible!, pensé
yo. Mi padre era un hombre poco atlético que le tenía miedo a las alturas y
prefería detener la escalera para que fuera mi madre quien cambiara los focos
fundidos. También sentía pavor por los truenos y la oscuridad, pero eso es
parte de otra historia.
El agente agradeció la información y
caminando entre las ruinas llegó hasta donde mi padre, postrado, recogía basura
del suelo. Sin saludar siquiera, empezó a cuestionarlo en tono pendenciero.
Tomado por sorpresa, mi padre no
sabía qué decir, gotitas de sudor fueron bajando por sus sienes mientras
explicaba la insensatez de los carpinteros.
̶ Tendrá que acompañarme a la
delegación ̶ dijo el hombre tomando a mi padre por el brazo.
̶ Iré voluntariamente ̶ respondió mi
padre soltándose. ̶ Tampoco es cosa de
ponernos agresivos.
Se acercó a mí y me besó la frente.
Puso algo entre mis manos y susurró: ̶
cuídame esto hasta que regrese. Acepté el objeto apretándolo en mi puño. Ver a
mi padre en el asiento de atrás de la patrulla me causó nudos en la garganta,
el corazón y el estómago. Cuando el carro se fue, abrí la mano y vi una medalla
de oro con la imagen guadalupana. El dorso estaba grabado con una fecha.
Dos horas más tarde, mi padre llamó a
mi madre para que lo fuéramos a recoger.
̶ ¿Te pusieron con otros presos? ̶ pregunté asustada.
̶ No. Nada más me hicieron
preguntas--respondió mi padre con un tono de preocupación. ̶ ¿Cómo pueden insinuar esos mequetrefes que
yo los amenacé? ̶volviéndose a mí, hizo señas para que le regresara la medalla.
La entregué sin hacer preguntas. A mis once años, no se me ocurrió que hubiera
algo que preguntar.
Al final, la investigación declaró
que el incendio fue causado por un corto circuito y el ajustador de seguros
aprobó el pago de la póliza contra incendios. Mi madre estaba segura que el
dueño de la carpintería provocó el incendio precisamente para cobrar el seguro.
A pesar de su exoneración mi padre
tuvo que aguantar por varios meses las bromas de los amigos, quienes le
quitaban cerillos y encendedores y lo cuidaban cuando fumaba, llamándolo “Pit,
el Pirómano”.
Después se construyeron unos locales
comerciales en el lote vacío y el muro de adobe fue reemplazado por uno de
bloque de concreto, gris y aburrido, que nunca me interesó observar.
La vida siguió su curso y nos mudamos
a otra colonia. Muchos años después de la muerte de mi padre me encontré con el
vecino que dio la voz de alarma la noche del incendio.
̶ Es una suerte que hayas pasado por
allí a esa hora ̶ le dije agradecida.
Me miró en silencio y noté que de su
cuello colgaba una medalla guadalupana.
̶ Qué linda medalla, ¿me permites? ̶ la tomé entre los dedos y le di vuelta
leyendo la inscripción. Era la misma medalla que mi padre me dio a guardar
aquel fatídico día.
̶ Esta medalla… ̶apenas pude
balbucear. --¿Tú…lo…causaste?
̶ ¿Nunca te dijo la verdad? Fue idea
de tu padre. Me dio cien pesos para brincar el muro y tirar un cerillo sobre
las virutas, sólo quería darles un susto. Nunca pensamos que las llamas se
propagarían tan rápido.
Bertha Jacobson, originaria de Chihuahua, México, reside en San Antonio, Texas
donde ejerce como intérprete y traductor jurídico. Varios de sus cuentos han
recibido premio o mención honorífica a lo largo de los años. "El
incendio" ganó primer lugar en el XXVII Concurso Literario organizado por
el Instituto de Cultura Peruana de Miami.


No hay comentarios.:
Publicar un comentario