
Con persistencia un tanto obsesiva--y vergonzosamente egomaníaca--he ido acumulando a lo largo de los años cuadernos y libretas en los que escribía--y escribo--a diario no se qué cantidad de líneas de caligrafía menor. Entre ellos hay también cartapacios con páginas a máquina e impresor.
De una de las varias cajas llenas de estos papeles sacaron los perros las libretas que roer en signo de protesta por su aburrida y descariñada soledad. No los culpo, porque sin duda lo que hubieran querido hacer era leer mis vanidosas notas y, no pudiendo hacerlo, las consumieron como quien devora un libro fascinante.
Lo irónico del asunto es que desde hace ya bastante tiempo me han estado viniendo--asaltando se diría en estilo perezoso--unos deseos insanos de deshacerme de tanto papel manchado de palabras y, sin embargo, ante el destrozo de mis perros sentí que perdía algo imposible de recuperar.
La vanidad, y el arrepentimiento de haber destruido mucho antes todos mis papeles anteriores a no recuerdo bien qué año, me ha llevado, sin embargo, a no prestarle atención a su enseñanza y atesorar como esenciales las libretas no inmoladas que algún día leeré para redescubrirme, ilusamente, en mi pasado. Los restos de las masticadas por mis perros, los estoy tratando de leer como el arqueólogo lee los fragmentos de manuscritos roídos por el tiempo y su tendencia a devolverlo todo al polvo.
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