La calle se transforma, por unos metros, en un puente o vía elevada sobre las cuatro pistas de la carretera que corre hundida entre las calles y construcciones del centro de la ciudad. Para quien transita en auto por la calle el que ésta se cruce en alto con la autopista es un dato imperceptible por irrelevante. El tráfico urbano apenas se percata del de la carretera de alta velocidad con el que se entrecruza. Es al peatón, al raro individuo que transita a pie y tiene que cruzar el tramo de calle elevado, al quien se le manifiesta en toda su energía el poder pavoroso del cruce de calle y carretera: calle de tráfico temible por lo próximo y ajeno al que camina; carretera, abajo, de ruido aterrador --decibeles que el oído apenas soporta--y vigoroso pasar de vehículos a toda velocidad, como amenazándose en persecución desaforada. Hay en ese flujo desmedido un tal nivel de energía desatada, una tal fuerza, que no puede sino manifestarse como un impulso avasallador y destructivo. Como con el cauce enrabiado de un río de montaña, el tráfico ensordecedor de la autopista y su energía producen en quien lo ve y escucha desde lo alto de la calle el vértigo del vórtice absorbente, la atracción fatal de lo violento.
Apresura el paso el transeúnte --apresurados pulso y respiración-- cruza la autopista y se aleja; todavía a la distancia escucha como ensordecido al ruido indescriptible --no es ni riada ni huracán; tal vez alguna maquinaria demoledora-- del furioso tráfico de la vía de alta velocidad. Avance desmesurado, parcial imagen de los siglos de progreso y su potencia devastadora.
El golpe del auto, que al volver la esquina lo atropella en su premura ciega de máquina en movimiento ajeno al paso lento del transeúnte, le disloca una rodilla y le quiebra la otra pierna. Al caer sobre el pavimento sucio de aceite derramado y caucho calcinado tiene al agredido la visión desagradable, penosa, del animal destripado en medio de la autopista y siente el azote de la triste indignación que tal inútil sacrificio le produce cada vez que él mismo maneja a toda velocidad --insensible, poderoso-- por la carretera que lo lleva a ninguna parte.
El ruido del tráfico no cesa, incluso en el sopor de la inconciencia.
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