Bien se está en la calma del escritorio propio: la celda --ya monacal, ya carcelaria-- de las largas estadías un tanto ociosas del que cuando no está haciendo nada lee y escribe.
Las horas de silencio, alternado con las vociferaciones necesarias para escribir o leer plenamente, son infinitas o --alguno diría-- eternas. Se suceden unas a otras y son siempre la misma: hora presente, la de la dicha extrema, la de la acedia demoníaca, la del insomne hastío.
Se habla a solas no porque se espera hablar con ningún dios, como sugiere, demasiado sentimentalmente, un poeta dado a la morriña y a los sueños correspondientes.
Se habla a solas porque se está a solas, en soledad esencial, definitiva.
Obtuso y obcecado más de alguno lleva el murmullo al papel, la gritería al verso, como si la palabra escrita tuviera profundas resonancias y ecos prolongados que el decir espontáneo --el que se le espeta a una pared o a un dialogante de café que también habla a solas—no tiene.
Peco de obstinación y soy obtuso de nacimiento, heredero de un sinfín de ilusos.
Así y todo, a veces, cuando callo, es la perrita –si no roncasueña a mis pies y a medias ladra en una entretenida carrera onírica—la que algo dice con un gruñido o un suspiro, o con ese quejido pedigüeño de viejitaniña mal acostumbrada a mis incondicionales atenciones.
Sufrirá, me digo, al verle esa mirada con que pareciera decirlo todo y yo --torpe de mí-- no entiendo.
La veo mirarme como diciéndome que la escuche y le pregunto si está contenta o triste. Si algo le duele. Si le gusta ser perrita y pasarse las horas conmigo, tipo inactivo. Si no se aburre.
--¿Te sientes esclava --le pregunto-- de mis caprichos? ¿O te sabes condenada --cadena al cuello-- a la prisión perpetua de esta cárcel en que convivimos? ¿O eres una monja de clausura, calladamente gozosa de tu conciencia angélica?
Sé que me responde con esos ojos fijos en mí y que me perdona el que no la entienda.
--¿Sufres también acaso --le sigo preguntando al ver que no deja de mirarme y de agitar la cola-- del poderoso hastío, de un tedium vitae canino?
Bosteza y se relame como preparándose a hablarme largamente.
--¿Serás feliz? --le pregunto esperanzado.
Me responde subiéndose de un brinco al camastro en que estoy tendido con un libro en la mano y, apachurrándolo con su abrazo, me viene a lamer la oreja, como me gusta que lo haga, y apoyando la cabeza en la almohada de mi torso, con un suspiro se echa a dormir.
Creo que le envidio el leve temblor de sus belfos de perrita dormilona.
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