De pronto, como un tardío aviso de lo que viene, el rumor de lo profundo --como de un tren que se abalanza desbocado cerro abajo--prolonga en dos segundos el anticipo del sacudón inicial, el del sobresalto. Lo que sigue son unos segundos --que pueden ser minutos-- de agitación: temblor que desde el suelo encabritado propone el caos. Al ruido subterráneo se une el de las cosas que se rompen al caer y derumbarse, y el de la gente y sus terrores.
Es cosa de un instante (interminable).
Y en ese instante la estantería repleta de la biblioteca se desprende de la pared tambaleante, como si ésta de un empujón la rechazara. Los libros de las hileras más altas caen, rodado de papeles y encuadernaciones que al golpear las ondas del suelo en movimiento se descuajaringan en un desorden desolador.
Alguno de tapa dura y de buen tamaño le hiere un ojo al caerle encima. El mismo, u otros de los varios que lo golpean, le arranca los anteojos y los arroja lejos, al montón de lo caído. Allí también, descalabrado, el computador todavía nuevo.
Con un estruendo de clausura --cesa ya el temblor ¿o ha sido terremoto?--la maceta del ciclamen esplendoroso, el de la diaria evocación, se hace trizas en el suelo, repartiendo tierra alrededor, desnudando raíces, tronchando tallos y rasgando flores.
Desde las lomas de la ciudad de balcones y miradores llegan los ladridos asustados de los perros. Por la ventana de cristal trizado se puede ver que todavía el polvo de los destrozos se alza en el aire y que los pájaros vuelan desconcertados. Una nube levemente traslúcida cubre al sol y se diría que se ha levantado una brisa demasiado fresca para esa hora.
Entre los libros rotos y en el suelo comprueba, a pesar del dolor del ojo herido y de la falta de anteojos, que está su antigua y anotadísima --por él, por su padre, por su abuelo y por quienes hayan sido sus previos lectores-- edición bilingüe de La odisea, que él titula para sí mismo --sus razones tiene-- La telemaquia.
Días después queda establecido que ha perdido el ojo izquierdo, el que ese mismo libro de ostentosas tapas duras y protecciones de oropel labrado lo hirió al caer desde lo más alto del librero donde lo había alzado él mismo para protejerlo de probables manos curiosas y descuidadas. Nadie, como a Polifemo, el de sólo un ojo, lo había mermado.
Nunca llegará a entender qué confundido símbolo, qué sabia alegoría representa el terremoto y el desordenado alud de libros que se le vino encima y lo dejó tuerto.
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