--Me gana la desgana—admite.
--Es el tedium vitae del que ya hablaban los sabios de ayer—lo consuela el humanista--no eres el único.
--Mal de muchos . . .--dice, como si no hubiera consuelo posible.
--Mal de muchos . . .--dice, como si no hubiera consuelo posible.
--Desganado lo has sido siempre—le dice el otro, que bien lo conoce—lo eres por naturaleza.
--Soy el que soy, no hay duda--admite.
Sigue un silencio. Sorben su café.
--Soy el que soy, no hay duda--admite.
Sigue un silencio. Sorben su café.
--Lo que pasa—trata de explicarse-- es que tengo fijo en la mente eso de que “no por mucho madrugar amanece más temprano”.
--No te entiendo--lo azuza el de siempre.
--Quiero decir que las cosas son como son.
--Y te parece que no tienen nada de promisorias—precisa el ecuánime.
--Y no hay cómo cambiarlas—añade el que lo sabe desde su propia obsesiva experiencia.
--Eres un perfecto ejemplar del pesimismo—precisa el que más sabe de categorías.
--¿No lo somos todos, acaso?—pregunta el comprensivo.
No hay un optimista entre ellos.
No hay un optimista entre ellos.
Y hablan entonces, a varias voces intercaladas, de cómo la apatía, la desgana, la pereza y la desidia son demonios menores que el demonio mayor de la acedia azuza. Como perros de caza persiguen a la mente: están siempre a su lado, ya arrinconándola, rabiosos, como a la presa rendida; ya pidiéndole atención, encariñados. Cuando unos de ellos duermen la siesta acurrucados a sus pies, otros quieren jugar y piden salir para corretearla y, saltándole encima, morderle la oreja con dolorosa caricia.
--Es la mente esclava de sus perros, sus encariñados demonios personales--concluye el que se siente atrapado en su apatía.
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