27 de abril de 2020

Algo sobre la columna salomónica.

Ya me parecía a mí que había algo más que el eclesiástico y pomposo regusto por lo barroco en eso de instalar el altar pontificio bajo un elaborado baldaquín sostenido por cuatro columnas salomónicas. Algo más significan que el ostentoso grandor del templo máximo y la Iglesia que simboliza.


A mi ver, las columnas salomónicas evocan—a un nivel subconsciente, por lo menos—el tronco del árbol prohibido al que se enrosca la serpiente del Jardín Primigenio, el de las Delicias suspendidas por indignado castigo del que no se nombra.


Se escurre y disimula la serpiente entre la hierba, previene un viejo dicho de la sabia Antigüedad. Y no en balde: porta consigo la serpiente el veneno fatal, que otra cultura, no menos tremendista, equipara al pecado, pústula del alma temerosa de su eternidad. 

Al tronco del árbol de la vida la serpiente de la amenaza se enrosca tentadora, bisbiseando a lengua bífida las dulzuras del engaño. A eso se han referir, sin duda, las tortuosas e hiperdecoradas columnas salomónicas del templo principal y de tantas magníficas iglesias erigidas en el mundo para la humilde admiración de los fervientes.


Proveniente, precisamente, de esa antigüedad pagana es la columna salomónica, de probable origen oriental y ciertamente demoníaco, al pensar de muchos. Un primer modelo de tal diseño tan gustado por la atormentada arquitectura católica barroca sería la columna serpentina o serpiente de tres cabezas del templo de Apolo, la Τρικάρηνος Ὄφις(Τrikarenos Οphis).


Mucho queda por desenroscar en este tema, mucho por hilar, más de lo que un texto de lectura apresurada en la pantalla palpitante permite o recomienda.


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