Tengo apenas el espacio para escribir: la superficie del escritorio está toda cubierta de papeles y de los objetos múltiples, mayormente inútiles, del desorden.
Imposible contabilizarlos.
Sólo una enumeración caótica, gesto retórico de lo innumerablemente innecesario, podría dar cuenta—incompleta—de tanto lápiz, tanto pisapapeles y abrecartas, reglas, calendario; tazas para las plumas, los plumones, los subrayadores; cajas y cajitas varias, sobres, servilletas de papel, dos o tres pares de anteojos que se pierden alternadamente, un sacapuntas, gomas de borrar, botellita de líquido corrector que no se ha usado en más de veinte años, pegamentos de distinta laya, un pañuelo fuera de lugar, raros aparatos electrónicos, cables enredados, un vaso que tuvo agua, dos copas ya sin vino, el florero de las violetas ya vacío y polvo, polvo, polvo acumulado como en rincón de anticuario sin clientes.
Alrededor del cuarto el desorden mayor, contundente, de la invasión de cajas y cajas de libros, de los libreros atiborrados—uno de ellos derrumbado del esfuerzo--, de libros y portafolios en torres inestables, libros en el suelo y encima y debajo unos de otros. Cajas también con más objetos que no he sabido tirar y se han acumulado inútilmente con el pasar del tiempo.
Basura sentimental. Fragmentos de la nostalgia.
Y, por cierto, coronándolo todo el polvo lentamente depositado sobre las cosas duraderas que nos sobreviven. Polvo que recuerda, ---ayudamemoria de lo arqueológico--el recitado ése del pulvis eris. . . . y lo que venga.
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