21 de abril de 2020

Vislumbres de licantropía

Despertar, huyendo de un sueño, a las 2:30 de la madrugada y no poder dormir de nuevo por no volver al sueño del que se ha escapado, bien podría decirse que es un caso de insomnio.


La luna a esa hora está alta en el cielo y alumbra el cuarto con luz suficiente para mantenerse desvelado. 

Hay algo indefinido que hace de la luna llena un espectáculo a esa hora trastornador. La suya es una luz tan diferente a toda otra luz que hace pensar en lo impensable, lo que profundamente intriga y conmueve.

Se pregunta el insomne si alguna vez podrá dormir de nuevo.

Mal hace en preguntar el nunca satisfecho. Mal hace también en levantar la vista al firmamento oscuro donde la luna al centro es un perfecto espejo que encandila.

Y si un perro aúlla —porque suelen aullar los perros en noche de luna llena— siente el desvelado una nostalgia sensual de poseído y sabe —no puede no saberlo— que añora la edad primitiva de los dioses tutelares, cuando, fantasmal, la voluble deidad nocturna dominaba desde lo alto el pavor de lo oscuro y la jauría humana danzaba exaltada en el ritual desnudo del sacrificio propiciatorio.

A la luz de la luna la sangre derramada refulge en las manos, oscura como un metal fundido.

Es el insomnio otra forma de soñar desesperado.

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