Ante el alboroto de tantas voces simultáneas, incluida la propia y sus improperios, se produce, de pronto, como una revelación, la necesidad de callar--taponeándonos los oídos con la heroica cera de la sordera voluntaria--y tratar de acallar también a los otros.
Que cese, por un momento el vocerío.
Necesidad urgente la de remedar la actitud de los tres proverbiales micos sabios de milenario ejemplo oriental y, por el tiempo necesario para la recuperación del relativo equilibrio de la cordura, mantener las manos fuertemente apretadas contra los ojos, los oídos y la boca.
Decir lo anterior y subirlo al blog--donde a lo mejor lo lean por casualidad una media docena de curiosos--no sólo contradice, al quitarme las manos de la boca para perorar, lo propuesto, sino que además peca de la ingenuidad de creer que lo que uno dice se escucha entre el barullo del sinnúmero de voces.
Baste callar, y no oír ni ver por siquiera unas horas para, desde el retiro interior, observar calmadamente la visión propia de las circunstancias y prestar oído a las voces de la razón y la cordura personales.
Y no digo más: sigo así mi propio consejo.
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