Tal vez más de alguien recuerde esa simple rima infantil que se usaba para referirse a quien carece de familia y amigos, a esos solitarios que en muchos de nosotros producen el lastimoso temor a padecer igual destino.
Iba más o menos así con su burlón sonsonete:
. . . ni padre ni madre
ni perro que le ladre.
Lo dice tan sucinta y cínicamente, tan en son de broma y jugarreta de niños que entristece por su cruel burla solapada: ese burlarse insidioso, omnipresente, del afligido, del que--después de todo—estará, como dice el refrán, "pagando por donde ha pecado".
Nadie olvida, probablemente, ese otro burlón refrán de que “dios castiga, pero no a palos”.
Sabia realista crueldad transmitida largamente en los refranes desde los oscuros siglos ancestrales.
Añadámosle hoy al sonsonete de la ausencia de familia y perro un verso más y su rima
“ni enemigo que lo amenace”
y la inopia del aludido—su orfandad absoluta—se la entiende como desoladamente abrumadora.
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