8 de noviembre de 2020

Claroscuro del deseo. Primer borrador

La única luz en el cuarto proviene de la pantalla de la televisión. Las sombras en las paredes oscilan, palpitan, proponen diseños fugaces de murales en el claroscuro del encierro: el cuarto clausurado al mundo, claustro, cueva del ensimismado.

Sombras en las paredes, destellos en la pantalla inquieta, variable, siempre inestable. Indecisa también en sus brincos de una imagen a otra, al pasar de canal en canal, sin detenerse en ninguno por más de un mínimo instante: el suficiente para encender la fiebre del hastío. 

Hasta que de pronto, como se lo ha esperado infinitamente, una imagen se detiene—la detiene un golpe del control remoto—fascinante, deseable. 

Muestra una calle donde se ha estado alguna vez. Y una persona que por esa calle camina, ascendiendo—porque la calle asciende poco a poco—a paso lento, con preocupado andar, tal vez; tal vez con el cansado esfuerzo de subir, que se lo hace ahora ganando uno tras otro los peldaños de una escalera empinada porque la ladera ha agudizado su ángulo. 

La ciudad esplendorosa abajo va mostrándose a las espaldas del personaje que camina cabizbajo. La ciudad que el telespectador reconoce como suya y le remueve los posos de una nostalgia que creía superada y que, como esos afectos que el tiempo pareciera haber disuelto en el olvido, rebrota renovada, maleza contumaz, después de alguna lluvia de un tardío invierno. 

Sube también, acompañando a esa persona taciturna de la ficción. O más bien son uno mismo el protagonista de la acción morosa y el moroso espectador que la asume como suya: una misma experiencia compartida.

El claroscuro de las paredes del cuarto reproduce un paisaje urbano de ciudad que abraza desde sus cerros una bahía de profundas, oscuras aguas aparentemente quietas a la distancia. Atardece, porque la luz ha ido adquiriendo el colorido melodramático de esas puestas de sol que desde el horizonte tiñen la cúpula del cielo que al oriente se ha vuelto oscuro.

O más bien anochece. 

El tiempo fluye de otra manera en el mundo de la pantalla inquieta. De pronto están mirando la ciudad, ya encendida, desde un mirador: pequeño parque como balcón que cuelga casi en la ceja de una escarpada. No hay nada alrededor porque la mirada—la lente observadora—está fija en la distancia que acaba en el último fulgor del sol que se hunde en el mar, metal fundido que bulle y se oscurece.

El cuarto está a oscuras porque parca es la luz que del aparato encendido brota. Es de noche en ella. La noche urbana, densa de emociones contenidas en los interiores, en el cuarto a oscuras donde la única luz proviene de la pantalla de un televisor que en los muros propone los claroscuros y fugaces murales de los celos de la fantasía y su insaciable, tóxico deseo.






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