Es privilegio humano imaginar y trascender en el proceso los dominios del espacio y el tiempo.
No se sujeta a leyes la imaginación ni require de dioses protectores y justicieros. Su mundo es inviolablemente suyo, autónomo universo creado de imágenes, palabras y sensaciones más vívidas incluso que las de la experiencia concreta.
La imaginación enriquece la siempre insatisfecha vida cotidiana y a veces hasta parece que la substituye. Crea mundos ajenos a la rutina. Inventa lugares y edades ideales. Satisface los deseos imposibles. Vive el más ardiente amor, comete el crimen imposible.
No es el arte—como algunos pretenden—el máximo producto imagiario: lo es la cultura toda y sus objetos y monumentos reales. La humanidad se asienta y perdura en lo imaginado. Se autoinventa y afirma imaginariamente cada día.
La fantasía, por su parte, manifestación exaltada de la imaginación, es su forma más audaz y poderosa. Encandila de tanto que ilumina: fascina y deslumbra. Eso lo sabe el arte y lo saben también los mil y un engaños del artificio.
Fantasía artificiosa son los mitos y las teogonías, las génesis y los apocalipsis. Y lo son también los más descabellados dogmas, los milagros, las supersticiones y la magia.
Entre los ángeles, creaciones de la más engañosa fantasía, polulan los demonios.
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