Quienes sabemos de estas cosas porque estábamos presentes, mirando a hurtadillas detrás de los helechos, podemos afirmar sin duda alguna que tanto Eva como Adán eran dos seres perfectos de edad angélica: la nuestra, la invariablemente juvenil, adolescente.
Tan hermosos eran, como nosotros somos, criaturas ideales, patrones inmutables de la belleza hermafrodita de los que apenas acaban de ser niños.
Ella y él, igualmente hermosos y--a diferencia de nosotros--seres reales, vivos: animales concupiscentes aun antes de que les hablara susurrante la enroscada serpiente del pecado.
Lo cierto es que ninguno de nosotros vio ni oyó a la mentada culebra. Se la inventaron los mismos que inventaron las teogonías y el relato del dios único de nombre plural y, más tarde--para mayor asombro de los asombrados--trino.
Qué necesidad tenían esos dos seres bellos de ningún demonio que los incitara a pecar si no había pecado alguno en en esas miradas suyas, en esas caricias, en ese beso y el abrazo. La manzana vino después a satisfacer el apetito despertado por la apropiación de la vida.
No hubo tampoco expulsión del paraíso ni arcángeles armados sino solo el natural proceso del añadirse días, meses, años a la edad núbil que--fulgor fugaz como el del relámpago--apenas duró un momento, el del Paraíso.
El tiempo impuso el cambio, generó el recuerdo y el olvido. El Jardín del Edén fue remanente ensueño, imagen melancólica de la nostalgia.
El pecado se encargaron de inventarlo e imponerlo los mismos que inventaron, para el pavor universal, la serpiente del mal, los mitos y sus religiones.
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