11 de febrero de 2015

El domingo de Elena por Ingrid Brioso-Rieumont

Autora de Una recta entre dos puntos negros,
Editorial Extramuros, La Habana, 2010.

“Temo por mis ojos ante las vestimentas puras.
Y, entretanto, deseo”.
Thiago De Mello

Te vi desde una esquina del teatro. Quisiera olvidar que hoy es domingo y corrías, y me besaste. Quisiera olvidar tu sonrisa, como loca. Abro la boca y aspiro el aire, se me mete el frío dentro del cuerpo. Estás sentada en mi butaca y el frío sale de ti. Yo respeto tu silencio, como cada domingo. Me dices que vienes de noche porque te gusta ver los puntos de luces en el mar. Y me hablas del edificio que tiene los balcones en forma de ataúdes. Creo que te sientes dentro de un ataúd, pero no hablas, no me cuentas sobre aquel domingo.

Enciendo un cigarro y me asomo a la ventana. Trato de alejarme, de estar allá abajo, sentado en el muro del Malecón. Todos duermen. Hay tanto silencio en este sitio que escucho el sonido de las olas
contra el muro y la risa de algún borracho, once pisos más abajo. En el pasado deseaba que estuvieras
aquí. Pero esta noche no puedo sentir que estoy solo. No puedo fumar tranquilo. Mi mano se mueve, aunque no quiera, y la ceniza comienza a caer once pisos y llega abajo. Miro el cigarro, que se recorta, y siento que soy incapaz de medir el tiempo, porque escucho cómo respiras, cómo te mueves en mi butaca, cómo cruzas una pierna. Antes yo quedaba de frente, y te veía.

La forma de sentarte en la butaca, de quedar de pie en el medio de la sala, de fijarte en el librero. Pero ya conoces todos los títulos. Te escucho caminar. Seguro revisas los libros, como si no lo hubieses hecho el domingo anterior. Y yo no puedo dejar de pensar que no estoy solo en mi casa.

Me quedo en la ventana para alejarme de ti. Recuerdo cuando te veía desde el balcón estrecho, adonde fui para alejarme del tumulto.

Cuando el escritor terminó de leer y todos aplaudieron. No dijiste nada y te metiste entre la gente, que caminaba rápido. Todos querían llevárselo. Él tenía una concha colgada en el cuello; y, de pronto, te vi apretada contra la concha, estrujada por la gente que mira y muerde, delante de él. Yo te veía desde el balcón estrecho; cómo llorabas. Seguro empezaste a hablar. Cómo te agarró por los brazos y alguien tomó una foto. Cómo se fue y volvió. Se acercó de nuevo para decirte algo. ¿Miró tus ojos de
agua? Tú fuiste hacia el balcón, respiraste a mi lado, miramos juntos la pared de enfrente. Alguien te comentó sobre la foto que acababa de hacer, en el momento justo en que se abrazaron.

Con la lluvia que empieza, me acuerdo de aquella foto. Recuerdo que la lluvia de ese día mojó tu vestido blanco. Aunque hubo como una complicidad en el ambiente y nadie en la guagua te tocó. Todos se movían y sin saberlo te dejaban libre un espacio en el pasillo. Estabas mojada, pero no sucia, y parecías más joven, como si flotaras al andar. Cuando entraste al salón todos te miraron, incluso él. Estaba vestido de blanco, como tú. Se había quedado en la entrada y me dio la mano, un beso para ti, nos dijo, íBienvenidos! Y los dos nos miramos, por su humildad. Porque el público esperaba, pero él seguía recibiendo a los que estaban detrás de nosotros. Ese día flotabas al andar, pero cuando viste la foto ya estabas pegada al piso de esta casa. La agarraste y fue como si tu mano perdiera fuerza, como si se volviera ceniza. Y a través de la ceniza yo vi caer la foto.

Aparentemente estás tranquila, pero cuando llega la madrugada cierras el libro y apagas una de las luces. Ya no puedes fingir más. No sé si leas, o si te fijes en las líneas y juegues a saltarlas. Aunque creo que ya no recuerdas lo que es jugar. La primera vez no supiste decirme qué pasaba en la novela. Ya no pregunto, dejo que veas mi espalda todo el tiempo. Mientras, sigues pretendiendo leer el mismo libro: El pueblo del abismo. No sé qué hubiese sido esto, si injurio o piedad, para Jack London. No sé por qué ese libro. Lo cierto es que mi casa es un albergue al final de la semana. Un abismo en el que no estoy solo.

Los domingos la gente compra flores, a pesar de la lluvia. En las tardes veo los ramilletes que andan casi solos. Odio la quietud. Me molesta que la gente compre flores, que se abrace y se siente en el
Malecón. Sé que hoy es domingo, que esta quietud hará que estés más en silencio y la lluvia no impedirá que vuelvas. Yo trato, pero mis manos se mueven antes, y te abren la puerta de mi casa. Los dos estábamos parados debajo de un árbol, en la UNEAC, y la mujer te tocó la espalda para que te voltearas. El escritor había estado preguntando por ti. Quería regalarte uno de sus libros. Ella te dijo que había estado en el Capitolio, en el momento en que hablaron.

Yo tenía dieciséis y sentí que la voz de mi infancia se me había ido. La mujer me miró los pies, las manos, el cuerpo. A mí no me importó, porque recordé el momento en que estuve parada frente a él, cuando no pude hablar. Me quedé parada frente a él. Miré sus ojos verdes. Quise decirle que no sé cómo, pero yo era esa niña. El cuento era sobre un suicidio. Más ninguna palabra me salió. Ahora estoy de pie en el medio de tu sala. A un lado los cristales, lejos los edificios de la ciudad, y al otro
lado estás tú, asomado en la ventana. Cada domingo que pasa te pones más lejos. Veo la pintura que me hiciste. Piensas que eso basta. Que con un regalo así, me sentiré feliz. Como si la felicidad fuera una sonrisa. Además, ella no está sonriendo realmente. Tiene puesto maquillaje y unos labios rojos, alzados, felices. Pero su boca es dura, hermética, para que nadie la haga sonreír.

Tú me esperabas en una esquina del teatro, y me dijiste que fuera. Yo le di la rosa. Él estaba sentado junto a otro escritor en la primera fila. El otro se fijó en mis dieciséis y dijo que estaba ocupado el asiento vacío. Yo volví a mi puesto en la última fila hasta que el concierto concluyó. Las sillas se fueron quedando solas. Todos se pararon y no pude distinguir el lugar adonde él fue después de bajar del escenario. Lo busqué y tú me ayudaste. Lo viste entre el tumulto, antes que yo; a lo lejos, en una
esquina, y me impulsaste a ir de nuevo. Él me dio el libro, quiso que lo llamara por teléfono, pero no sabía dónde iban a hospedarlo antes de que regresara a su país. Me pidió que fuera a la UNEAC, que allí me iban a decir.

Ha parado de llover y puedo mirar a lo lejos. Llevo los ojos un poco hacia arriba y todo lo veo gris. Apenas me doy cuenta, pero aprieto tanto las manos que el cigarro se parte y desciende once pisos. Yo te ayudé. Me abrazaste cuando te di el papel con el teléfono. Esperaste en la oficina por la mujer que te podría dar el número. La misma que te tocó la espalda debajo del árbol. Pero ella no te miró a los ojos ni te dio el teléfono. A mí sí me miró. La senté sobre el escritorio para besarla y me detuve porque me acordé de ti. Cuando estabas sentada sobre la mesa, leyendo, y yo entré a esa oficina. Cuando te conocí. No te diste cuenta pero pude verte debajo de la saya. Pude moverme en la habitación y verte inclinada sobre un hombro, de costado. Luego chocó mi pierna con la silla, y la mujer se alzó para acomodar su pierna mientras ponía la mano entre las mías, y yo te vi alzar la cabeza por el ruido, quitar el peso de tu hombro, cerrar el libro. Luego sonreíste un momento, antes de saludar. Cuando terminé con la mujer dejé la oficina, y entonces recordé que aquella vez salí contigo, a trabajar en mi casa, a que lo admiraras todo. Te di el número de teléfono y miramos el mar. Hace mucho tiempo que nos conocemos, te grité cuando corrías hacia el teléfono público sin saber cómo darme las gracias. Sin saber que la mujer sobre el escritorio lo hizo por ti.

El escritor tenía visita; nombres importantes que no quisiste decirme. Iba a llamar en quince minutos y tú estabas en el Malecón, te pusiste tan nerviosa que no te diste cuenta del detalle. No me importó, e
incluso te llevé en bicicleta hasta tu casa. No recuerdo la distancia ni la loma. No recuerdo la prisa. Sé que tarareabas una canción. Y ahora estás en silencio. Nunca he vuelto a ver cómo sonríes. Te di un beso y te dejé en la casa. Prometí cuidarte, pero mi beso no te cuidó.

Falté a clases porque quería naranjas. Fue difícil encontrar los limones en lugar de las naranjas. Le abrí la puerta de mi casa y se sentó en el sofá. Saludó a mis abuelas mientras se sentaba. No quiso tomar la limonada. Pensó que no podría verme más, lo dijo. Háblame de ti. Y dejó un cd, el correo electrónico. Le di una concha que le había dedicado y una novela de Jack London. Yo quiero olvidar que era domingo. Que mis abuelas estaban en la cocina, con la puerta abierta; con sus pasos cortos
hubiesen visto lo que sucedía en el sofá. No pude cerrar las piernas y él metió su mano de noventa años en lo profundo, hacia atrás. Le dije que se fuera, por favor. Que se fuera de mis piernas. Entonces aprendí a estar en silencio. Las naranjas que no estaban lloraron. Ese domingo dejé de ser niña, mientras mis abuelas salieron y yo sonreí.

Anuncié que él ya se iba. Una lo besó y la otra preguntó por el vaso lleno de limonada. Y las dos quisieron que lo acompañara a bajar las escaleras. Quise golpearlo, y sentí un frío que me hizo crecer algunos años por cada escalón que bajaba detrás de él. Quise que tropezara con sus pies firmes y rodara por las escaleras de mi edificio, pero la que más quiso rodar fui yo. Quise rodar porque estuve en silencio. Por los segundos que fueron, no sé; el que tuvo para besarme en el sofá, y no sé por qué lo dejé hacer.

Si porque no podía gritar, o porque yo estaba demasiado lejos, dentro de mí, alejada de mi cuerpo. Yo no sentí nada. Fue como si quisiera quedarme adentro y no salir; que eso que le sucedía a mi piel no me estaba tocando. Todavía no lo sé, no lo entiendo, no sé qué hay dentro de mí.

Me lancé frente a un carro mientras corría por la calle Línea. El hombre se asustó cuando me miró a los ojos. Quiso llevarme, pero yo sólo quería llegar aquí. Estuve de pie frente a tu puerta. No toqué. Estuve de pie; no sé por cuánto, casi rompo la puerta con los ojos. Vine para que me olieras, para que sintieras el olor dulce que se queda en los poros, que se queda en los labios luego del beso y la lengua. Vine a decirte que la saliva puede voltearse al pasar por mi hombro, de regreso a su boca que se vuelve un óvalo queriendo engullir el mundo a la par de mi rostro; que me dijo mírame y me agarró con fuerza, y me dejó los ojos para que sólo lo viera a él. Yo no toqué a la puerta. Tú no la abriste.

Casi rompes mi puerta con los ojos. No tocaste, pero yo te vi. Estuviste de pie frente a mi puerta, no sé por cuánto tiempo. Escuché un puño que rozaba la madera, casi sin querer, pero no abrí. Moví la mirilla y me quedé del otro lado, en silencio, escondido de ti; escondido de tu cara cuando es de día y la luz de los cristales se filtra y lo veo todo, hasta las arrugas que no tienes.

Hoy es domingo y siento frío. ¿Es el invierno? Quiero llevarte a un lugar donde no te pongas maquillaje. Llevarte a un río, con un muelle donde te sientes, y saques un libro de la bolsa y empieces a leer, inclinada sobre un hombro, con las piernas entreabiertas, sin ninguna lágrima roja pintada en la mejilla. Que juegues con los nenúfares en el agua y veas las espigas largas, doradas, que oscilan con el viento.

Para que sientas el viento desde abajo, no desde este onceavo piso. Quiero que no existan los domingos. Y quiero que te ahogues en el estanque, entre los nenúfares; hundir tu espalda con mi pie y no dejar que salgas. Ojalá fueras ceniza Elena, para dejarte caer. Porque soy yo quien está dentro de un ataúd. Desde aquel domingo, cuando viniste a pedirme que te ayudara. Te abrí la puerta porque sentí que ya podía verte, que había pasado mucho tiempo. Y tú, llena de maquillaje, sonríes, me haces
respirar, estar tranquilo. Se me olvidó que era domingo. Pero luego apreté las manos y no quise que hablaras. Al pararte frente a la pintura, al hablar, deseé que no volvieras nunca. Pero regresaste, desde entonces.

Tú no eres ceniza, Elena. No te puedo dejar caer desde este onceavo piso. Me dijiste que querías olvidar tu nombre, que te empujara, que tenía que hacerte ese favor. No te atreves.Cada noche lo repites, cuando llega la madrugada, ¿vas a ayudarme?

Yo no te miro a los ojos cuando hablo. No, Elena, ya te lo dije. No sé qué cigarro será este, y mis manos tiemblan más que antes. Te escucho recorrer el librero otra vez, alejada de la ventana. Y yo que estoy asomado a esta ventana; miro los once pisos, desciendo con los ojos el abismo, pero no
caigo; también yo lo deseo y ni siquiera soy capaz de hacerlo para mí. Te veo vieja, Elena, y más sin tu sonrisa. No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquel domingo en que no abrí la puerta. Siempre he sentido que de haberla abierto me sentiría ahora más ligero, libre de ti. Sigo de espaldas, te escucho; te vuelves a sentar en mi butaca, inanimada, en la sombra. En el inicio hablas de los puntos de luces en el mar, del ataúd, pero a esta hora ya no tienes qué decir. Ni yo tampoco. Yo pensé que lo difícil sería saber lo que uno quiere. Que uno cualquier día podría morir. Nadie me dijo que la muerte fuera tan imposible. No quiero seguir sintiendo que soy una mierda.

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