11 de febrero de 2015

Una Mascota por Moisés Sandoval Calderón

A Genaro lo iban a matar. Tan cierto como que ahora lo llevaban, amordazado, atado de pies y manos con cinta canela, en el portaequipajes de ese automóvil sin placas, sin duda robado en la víspera.

Conocía bastante bien a los sicarios como para estar al tanto de que les importaba un bledo su historia. Para ellos, él ya estaba condenado, fatalmente.

Algo debe. Habrá pensado más de alguno de los que presenciaron la escena cuando lo levantaron.

Eran las diez o las diez y media, la noche aun era joven para Genaro. Pero no lo era tanto para aquellos rezagados que de repente raleaban por las calles despoblando las cantinas; precipitándose hacia las paradas de los camiones urbanos con el propósito de no perder la ultima salida, parecían los encargados de entregar la plaza a los predadores nocturnos, a las putas y a sus clientes, a los borrachos insomnes atiborrados de coca, a los rateros y a sus compinches, a la horda de mendigos andrajosos que aprovechaban la noche para pepenar en los depósitos de basura del mercado viejo. Había dejado a la novia en casa; dueño de la calle, manejaba distraído en su camioneta del año, el brazo recargado en el marco de la ventanilla, el estéreo a todo volumen con la música de la banda.

En una angostura del camino, un automóvil sin placas bloqueaba el paso. Al frenar bruscamente, la camioneta se fue derrapando hasta detenerse limpiamente con un golpe leve, en el parachoques del auto imprudente. Estaba pensando en bajarse a reprender al conductor idiota, cuando desde atrás, un segundo vehículo lo sorprendió con un empujón que terminó encajonándolo contra el auto parado adelante. Al verse atascado, Genaro quedó desconcertado por unos segundos. Pero un sujeto corpulento, seguramente salido desde atrás, revólver en mano se encargó de sacarlo de su letargo. Luego abrió la puerta de golpe y le dio un cachazo en la oreja.

Instantes después eran tres los que se agolpaban a su lado, jaloneándolo. A punta de pistola lo llevaron hacia el vehículo parado adelante; todavía se dieron tiempo para patearle las costillas, como para dejar en claro de que qué lado estaba la fuerza.

Que estúpido, no haber tenido una reacción rápida al advertir lo extraño del hecho de que un desconocido te atranque el paso. Si hubiera estado más alerta, ahora estaría huyendo por las calles, o parado en una esquina reponiéndose del susto. Pero es que la comodidad y la molicie lo vuelven a uno tan confiado.

En la cajuela, ya convertido en bulto, en cuestión de segundos los sicarios le amordazaron y le ligaron las extremidades con la cinta flexible. Una vez cerrada la puerta, quedó hecho un ovillo en la oscuridad del portaequipaje. Entonces pensó que su cara podría estar descolorida y plomiza, podría tener ojeras oscuras, sus ojos seguramente desorbitados. Y cuando la policía llegue a recoger su vehículo nadie habrá visto ni oído nada.

A su edad había pasado por momentos ingratos. De hecho, tal parecía que la tragedia rondara su vida. Cómo, si no, se le podría llamar al hecho de ver caer a sus amigos y compadres abatidos por las balas de aquellos que se ostentaban como dueños de la plaza, o a tener que reconocer el cuerpo de su padre, hinchado y tumefacto, con el clásico balazo en la sien como tiro de gracia. Es un aviso, le había dicho su madre. Salían del depósito de cadáveres, él todavía sobrecogido por la imagen aciaga.

Sus manos atadas a la altura de los glúteos empezaban a cosquillearle anunciando el instante previo en que se entumiría toda la extensión de sus brazos. La sensación se intensificaba en los pulgares que sacudió violentamente tratando de irrigarlos con el movimiento. Además, tenía las rodillas algo encogidas en una posición difícil y el ángulo de sus hombros estaba en desacuerdo con la posición de su espalda.

Se enderezó suavemente, tratando de que su movimiento pasara inadvertido a los que iban en el asiento trasero del carro. Ahora el codo izquierdo quedó rozando algún recipiente metálico.

Pero estaba vivo, ¿Y no dice el dicho que mientras hay vida hay esperanza? ¿Acaso no había pasado por situaciones difíciles? Como la vez aquella en que el ejército llegó a su casa después de días de estar pisándole los talones. Y con tal de salvar el pellejo, se olvidó del miedo y se lanzó al monte en medio de una lluvia de balas.

La cabeza le dio de golpe en el techo de la cajuela, y con la humedad en su oreja, ahí donde le habían dado el cachazo con el arma, vino la certidumbre de que ahora dejaban el asfalto y tomaban un camino de terracería. Alcanzó a oír, como en sordina, que en el estéreo del auto sonaba el corrido de Catarino y los Rurales.

--Gasolina. Huele a Gasolina.

La oscuridad, el traqueteo y el entumecimiento de sus miembros no era lo peor. ¿Para que querrían la gasolina?

Genaro trató de apartarse de esa realidad. Esa verdad dolorosa, en donde él, confinado en la cajuela de un auto, aguarda a la muerte como algo tangible e inevitable ¿Y qué sería de su madre? ¿Quien le daría la noticia? Entonces pensó en las mujeres que habían pasado por su vida, en las mujeres hermosas que sonríen antes de irse a la cama a entregarse por completo al placer, dispuestas a todo con tal de ser bien retribuidas. ¿Qué sería de todas ellas? ¿Se mantendrían queriéndolo como decían que le querían? Seguramente habría alguna buena entre todas.

Qué noche tan extraña. Cerró los ojos y penetró en una oscuridad más profunda. Como el negativo de las películas, se le fue revelando la imagen de Lupita.

Esa tarde la habían pasado fornicando en un motel de paso. Después del trance amoroso.

--Tú no me amas –Le reprochó él.

--¿Y crees que estoy aquí contigo sin sentir algún cariño?

--Cómo pesan esos cariños cuando son parientes del agradecimiento.

Ella se quedó muda.

--¿Tiene algo que ver con lo de las mascotas?

--¿Qué mascotas?

--El perrito que quise regalarte ¿Te acuerdas? Un día después de conocerte pensé en granjearme tu cariño. Luego tú parecías tan fría. Que porque te daba horror encariñarte con los animales. --Te lo dije una vez Genaro, ahora te lo repito. Esos son amores que duelen, y duelen más porque no duran. Tuve muy malas experiencias con tanto animalito en la casa. Cuando no era un perro, era un gato. Y una los va viendo todos los días, luego el trato y las caricias, en seguida vienen sus sandungas. Total, ahí estás prendada. Y cuando menos lo esperas, cuando el animalito ya forma parte de tu vida, resulta que el destino se atraviesa. No ha faltado, que lo atropelló el camión en una esquina, que algún vecino maloso le dio veneno, o que neciamente se marchó con sus huesos a otra parte. Y ahí estás tú, llorando por idiota.

Calladamente se vistieron y se marcharon.

--¿No sientes que nos persiguen? –le dijo ella, ya afuera de la casa.

--Tu siempre viendo moros con trinchetes.

--¿No pasas a saludar a mis padres?

--Ya han de estar dormidos. Mejor mañana vengo temprano, sirve que me traigo un güisqui para brindar con mi suegro.

Cuando conoció a Lupita, ésta llevaba un niño en sus brazos. Al encontrarla de casualidad en el parque, le atrajo el tono blanquecino de su piel, casi albino y las pecas que la blusa dejaba entrever en el nacimiento de sus senos. Lo único que se le ocurrió preguntarle fue que si ella era su madre.

 --Tonto, que no ves que es una niña, y es mi hermana –contestó ella inmediatamente.

Tonto. Le había dicho tonto. Por un momento se quedó mudo por el arranque de la muchacha. Pero era su voz tan pura, su mirada tan transparente. Y cuando por fin consiguió hablar.

--¿Y donde están tus padres?

En la sencillez de su atuendo se veía lo humilde de su condición. Llevaba un pantalón de mezclilla ajustado al cuerpo que sin duda había pasado ya por mejores tiempos y que, no obstante, rezumaba la belleza de un cuerpo pulcramente torneado.

--Por ahí, dando la vuelta. Ya es tarde, me voy.

--¿Me permites acompañarte?

--Mejor no. Si ni siquiera sé cómo te llamas.

--Me llamo Genaro. Y no te preocupes, aunque tengo la facha de casado, soy soltero.

--Eres rápido. Y a mí que me importa si eres casado o soltero.

--Bueno, esto te lo digo solo para que no veas mala intención en mi interés por sacarte plática.

--Como quieras. Algunos piensan que las mujeres nomás venimos aquí a ligar.

--Ya te pedí una disculpa.

Ella lo miró fijamente, apenas una media sonrisa.

--No me acuerdo. Me dijiste que eras soltero. ¿Te disculpas de no estar casado?

Luego se quedó mirándolo un momento. Parecía decir ¡Y este fulano!

¿Qué es lo que tenía esta muchacha? Lo turbaba tanto su mirada, que ya no supo qué decir. Por fin, ella se marchó por una vereda, aun llevaba a la niña en brazos. Genaro quedó solo y derrotado. A fin de cuentas no le había dado ni su nombre, ni su número de teléfono. Nada.

Entonces, tratando de no parecer apresurado, se encaminó hacia donde había partido la muchacha con la niña.

Un momento después la vio sentada en una banca, atacaba con furia un vaso con frutas mientras en el suelo la niña jugueteaba con una pelota.

Un ratito se detuvo, mirándolas con disimulo.

--Mi buen amigo se ha empeñado en seguir a mis hijas. Tengo rato observándolo.

--Está loco--murmuró ella.

El viejo había aparecido de pronto entre los arbustos. Tenía el aire de extraviado, tal como si acabara de despertar. Era un hombre rústico, vestido humildemente, y calzaba unos viejos huaraches de baqueta.

Genaro se dijo: Con qué le saldré al viejo. Podría empezar por preguntarle el nombre de su hija. También podría mostrar indiferencia, dar una explicación más o menos falsa. Pero por un momento terrible no pudo encontrar las palabras, se sentía uno de esos idiotas enamoradizos. Dejó que pasaran los segundos sin aventurarse a dar una explicación. La escena ya se estaba volviendo francamente ridícula.

--Me creerá loco o atrevido, pero es que vi a sus hijas, las dos tan lindas y tan parecidas, que no me quise quedar con la duda. Primero pensé que podría tratarse de la madre con su hija, pero luego la vi tan joven a la que supuse como la mamá.

--Tuvo suerte de que mi Lupita no lo mandara a volar.

--Yo solo quería…

--Salgamos de aquí –dijo el viejo-- no tarda en oscurecer. ¿Y tu madre?

--Nos va a esperar en la puerta.

Caminaron lentamente hacia la salida. La muchacha y la niña iban adelante.

--Es el destino –murmuró Genaro.

--¿Cómo?

--El destino, que a veces, muy pocas por cierto, empalma a la necesidad con la fortuna.

La muchacha se había sumergido en un silencio incómodo. Jalaba a la niña de la mano.

Nunca se habló de matrimonio. Lupita jugaba a ser la esposa. A veces salían al jardín en la tenue luz de la tarde y suponían que se amaban.

El auto se detuvo de repente. A Genaro le llegó el sonido amortiguado de un portón eléctrico ¿Abriéndose y después cerrándose? Tenía que ser así y no al revés. Luego el estrépito de portazos, y pasos y más pasos, ¿Acaso saludaban a alguien?

Tres o cuatro hombres lo sacaron en peso de la cajuela. Tenía las piernas entumidas, y un sabor a sal y a sangre en la boca. De su oreja manaba el líquido vital en una gota intermitente que fue dejando un rastro a lo largo del pasillo por donde lo fueron internando, y alcanzó a ver una mancha cuajada en la alfombra en el momento en que lo levantaban.

Lo llevaron al interior de una casa. Si no hubiera sido por esa nausea en el estomago, casi se hubiera sentido bien. La comparación de la oscuridad y el encierro, con la iluminación casi le pareció benévola.

Curioso, aunque la casa aparentaba estar deshabitada, sólo una mesa con cuatro sillas de madera y un sillón desvencijado en esa sala enorme, estaba llena de olores. Olía a alcohol, a hospital, quizás a gasolina o a grasa quemada. Después que lo lanzaron al sillón, alguien se acercó y se puso a mirarlo. Era un hombre macizo, corpulento y panzón a quien no había visto antes. Olía el odio en esa mirada envilecida, y de nuevo, con la nausea vino el miedo.

--¡Nombre!

La voz marcial del desconocido le brindó una débil esperanza. Posiblemente se tratara de alguna especie de interrogatorio policiaco.

--Genaro x.

--¿A que te dedicas?

--Ganadero.

--Ganadero... Déjate de pendejadas. ¿Crees que me chupo el dedo?

--¿Qué quieren de mi? ¿Quiénes son ustedes?

A Genaro la voz le temblaba. Una patada en pleno rostro hizo que le floreciera una burbuja púrpura en los labios.

--¿Siquiera sabes por qué te quebramos?

--Ustedes me están confundiendo. Están cometiendo un error. Un error grave. Por su madrecita santa, no me maten. No cometan conmigo una injusticia.

--No gastes saliva con nosotros. Lo tuyo está decidido. Hay pendejos que no escarmientan. Tú eres uno de ellos. Te mandamos un aviso con lo de tu viejo. No tuvimos respuesta. Luego nos ensañamos con tus socios, y ni así te acercaste a nosotros a pagar el derecho de piso. Te imaginaste que todo era free. Te estábamos dando chanza porque eres bueno pa’l bisnes. Pero ya ves, todo tiene un límite. Imagínate nomás, si no ponemos freno a los gandayas como tú. Al rato nos quitan la plaza. Cuando encontraron el cuerpo, tardaron semanas en identificarlo. Estaba calcinado dentro de un tambo. Se habló entonces de los métodos crueles empleados por la policía y el ejército en su lucha contra el narco; de la guerra desatada por las mafias interesadas en conservar la plaza.

A Lupita solo le quedó el recuerdo de los ojos grises de Genaro, ojos de perro triste, y en su interior la firme convicción de jamás aceptar una mascota.

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