10 de febrero de 2015

Opinión 2/10/2015

Se trata, básicamente, de acceso. No hay más. Y de la superpoblación del mundo. Del número ingente de personas que quieren y pueden acceder a la letra impresa. En los albores de la escritura fue esta privilegio resguardado de unos pocos, los que manejaban desde el poder la información necesaria para el buen gobierno, el que administra sabiamente los ingresos--tantas fanegas de trigo,
tanta cebada para la cerveza--, establece tarifas y gabelas, diezmos al dios que reina, códigos de conducta, textos sagrados que esgrimir desde el púlpito y la épica fantástica del clan que se impone. Se escribe, entonces, en la roca y la greda, los muros, el bambú y los quipus que muy pocos leen y descifran. La palabra escrita es don de sacerdotes y mandarines.

Nadie más lee, nadie osa hacerlo.

Y así por milenios hasta no hace tanto, cuando el número de entendidos fue aumentando con el crecer de las poblaciones y la palabra fue adquiriendo otras capacidades que el narrar hazañas, evocar milagros y administrar los reinos. Cuando hubo necesidad de dejar constancia de otras preocupaciones. Cuando el tiempo exigió guardar las muchas voces de los que fueron y las distancias pidieron llevar lo escrito de un lado a otro sin mayores dificultades

La antigüedad de occidente contó con las efímeras tabletas de cera, el papiro y la piel, materias que con el estilo, la pluma y la tinta hicieron de la escritura y la lectura procesos de relativo fácil acceso a muchos, los pocos educados para sustentar la creciente clase dominadora, esa elite letrada que desde Grecia le dio a la humanidad la filosofía, la historia y la literatura, todas manifestciones de la palabra escrita y su capacidad comunicadora.

Heredera también de la escritura sagrada y su incesante estudio y glosas talmúdicas, la Edad Media europea pensó desde el fascistol del monasterio en libracos de piel y en incunables, rarezas encadenadas al escritorio y accesibles apenas a unos monjes de encierro y silencio que, con el tiempo fueron aumentando en número como aumentaba la poblacón alrededor de los monasterios. Los libros se fiueron haciendo cada vez más requeridos y un mismo título alcazó múltiples copias. Cada copia el resultado de horas y horas de un lento reproducir a mano página a página un texto original. Conseguir un libro cualquiera no era nada fácil ni barato.

La demanda de libros debió ser tal hacia el final de la Edad Media, y el acceso a los mismos tan limitado, que se hizo imprescindible desarrollar un proceso de producción más efectivo. Surge así la imprenta de tipos movibles, desarrollada por Gutemberg, y con ella el libro moderno, el que se ha usado hasta el día de hoy con perfectos resultados. No se puede concebir la historia moderna sin la imprenta y el libro, accesible a la mayoría, por no decir a todos.

Hoy hay quienes cantan los responsos fúnebres a la invención que revolucionó el mundo. El libro ha llegado a su hora final, desplazado por la neva tecnología. Otra revolución, así de fundamental--dicen--, ha transformado el proceso de producción y distribución del documento escrito, haciéndolo aún más accesible de lo que ya era en la edad de la imprenta.

No se puede discutir que las formas electrónicas de perpetuar y transmitir un texto simplifican enormemente la publicación del mismo, es decir el hacerlo público. Las varias alternativas que se tiene para dar a conocer lo escrito no son de tanto interés, aunque merezcan discutirse, como el efecto que su disponibilidad tiene y seguirá teniendo en los desarrollos del pensamiento.


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