12 de marzo de 2015

Cuento: "Limpio de culpa", Lucía Guerra

Y pos el juez no me va a creer cuando le diga que no soy culpable, que la culpa la tuvo ese pinche tren que me pasó por encima y me dejó sin piernas por el resto de mi vida . . . Mi única culpa es que esa noche me había echado unos tragos, pero qué bendito cristiano no sale a tomar cuando llega el fin de semana. Los pobres también necesitamos divertirnos. Es mucho lo que trabajamos y muy poco lo que nos pagan.

Esa noche había estado con los cuates de la fábrica y cuando ya mero me iba para la casa, por esas cosas que dispone el destino, me dieron ganas de pasar a ver al compadre Nemesio. El siempre se va tarde a dormir y mientras mira la televisión, aprovecha de echarse unas cervezas y comerse algunos antojitos. Fue pensando en la salsa tan sabrosa que prepara la comadre que decidí acortar el trecho y cruzar por los rieles porque si no, tenía que dar una vuelta, tres calles más allá . . .

Cómo iba a saber yo que, cuando acababa de pasar el primer riel, se iba a venir un tren. Ahí se apareció, de repente, haciendo el ruido de trueno que anuncia los relámpagos y ahí mismito que veo un fogonazo que me encandila todo el cuerpo . . . Recio venía el pinche cabrón y cuando intenté pegar la carrera para esquivarlo, como estaba hasta la madre de borracho, se me enredó el pie en el otro riel y toda mi humanidad se vino al suelo. Recuerdo clarísimo que quedé con la cabeza vuelta hacia la casa de mi compadre y todo fue tan rápido que ni siquiera atiné a moverme. Tru-tún, tru-tún, ronqueaba el jijo tren elevando una ventolera, cayendo encima de mis piernas como una tonelada de piedras.

Y debo haberme apendejado por un rato porque ya estaba clareando la madrugada cuando vi a un hombre empapado de sudor que trataba de jalarme a un costado de la línea del tren. En eso, empezaron a aparecerse otras gentes que me miraban con ojos horrorizados, los mismos que deben tener los muertos cuando entran en el infierno. En medio de tanta gritadera, volví a perder el conocimiento y no desperté hasta cuando ya estaba en el hospital.

La cama ahí era estrecha y me tenían tapado con una cobija muy rasposa. Por eso, desperté sintiendo una comezón por todo el cuerpo . . . Sin saber bien dónde estaba, me rasqué el pecho, las nalgas y entonces empezó a picarme una rodilla. Esto puede parecer mentira, pero no estoy inventando porque nunca he sido argüendero. Juro por la Santísima Virgen y Madre de Jesucristo que me picaba la rodilla, como si tuviera un nido de hormigas y sentía la planta de los pies ardiendo, más calientes que un comal . . . Pero cuando me fui a rascar, nomás mi mano buscó y buscó entre el aire hueco hasta que se encontró con los muñones en un envoltorio de vendas. A mis gritos, llegó una enfermera que me dijo que había perdido mis piernas para siempre . . . Allá se habrán quedado botadas en la línea del tren hasta que llegaron los perros y se pusieron a escarbar para encontrar los huesos o a lo mejor, se apareció un alma piadosa que les dio la sepultura que se merecían porque mis piernas eran lo más bendito que me había dado Dios. Ellas me hacían caminar, correr y saltar cuando era apenas escuincle y sin ellas, no habría podido nunca subirme a los árboles . . . Gracias a ellas, después me lucía en las fiestas bailando y conquistando a las chamacas bonitas. Fuente de energía y de alegría eran mis piernas y merecían estar en el mejor de los mausoleos. Aunque como hay tan pocas almas piadosas en este mundo, lo más probable es que hayan ido a parar a un montón de basura y sin que nadie les haya echado una sola oración . . .

En todo esto pensaba, sin despegar los ojos de una pared muy blanca allá en el hospital. Llorando quedito para que nadie fuera a pensar que no soy hombre. Y así lo he pasado desde que el tren arremetió contra mis piernas. Llorando en silencio aunque todos digan que me he repuesto y todavía le tengo ganas a la vida. Pero qué ganas le voy a tener cuando ese tren condenado me desgració la vida para siempre.

Y no sólo me arrebató las piernas, mató también a este pájaro que se cobijaba entre ellas, a este pito que sabía penetrar a las mujeres hasta que daban suspiros de felicidad. Me lo mató y tuve que andar acarreando a mi difunto con mucha pena y dolor porque ninguna mujer lograba resucitarlo. Como siempre he tenido buena cara y dizque soy muy buenmozo, algunas mujeres se me anduvieron ofreciendo, pero a mí me dejaban frío. Las otras, las jóvenes y chulas, ya ni me miraban y estas otras se me hacía que querían conmigo no más que por pura curiosidad y de esa curiosidad mala que tienen algunas pirujas. El tren chinga su madre me dejó convertido en una mitad de hombre y aunque me acostumbré a ver todo desde aquí abajo y aprendí a atenderme solo en el baño, nunca me resigné a vivir con mi pájaro yerto, él que sabía tan bien ponerse tieso y quedarse erecto por todo el tiempo que yo quisiera, no como a Jacinto que se le para y luego, luego, se le pone lacio . . .

Ya sé que al juez no le voy a hacer plática de todo esto porque en los juzgados, no le permiten a uno andar hablando de las intimidades del cuerpo . . . Pero lo que estoy contando debería considerarse, creo yo, como parte de los antecedentes del caso. Así lo mentan siempre en las películas. El juez y los de la fiscalía irán directamente a mi delito, a lo que pasó esa noche en la Plaza Garibaldi. Pero es bueno platicar con uno mismo y en silencio para no despertar a los otros presos que se enojan por cualquier cosa y lo agarran a uno a golpes hasta que llegan los gendarmes.



Ese día, como todos los días, pasó a buscarme Juan para ir a recoger tantita lana allá en la Plaza Garibaldi. Qué más podía hacer un hombre sin piernas que andar de limosnero entre los mariachis y los turistas. Juan, con sus dos piernas sanas, se dedicaba a robarle a los distraídos. Con lo rápido que era, bien poco que le costaba sacarle la billetera del bolsillo de atrás del pantalón a un gringo que estaba aplaudiendo a los mariachis o pasar corriendo entre la multitud y volarle la cartera a una vieja. Buena lana sacaba él en su oficio y se la merecía por ser tan buen amigo. Como si no fuera ningún sacrificio andar conmigo, me conversaba en el paradero hasta que pasara algún chofer de buen corazón que nos permitiera subir. ¡Vaya a saber el bendito Dios por qué tantos choferes no nos dejaban subir si nosotros íbamos a pagar como cualquier otro pasajero! Pero no faltaba el chofer en buena onda y entonces Juan me tomaba en brazos y agachándose mientras me sostenía, recogía del suelo la tabla con ruedas que me construyó el compadre Nemesio para poder transportarme porque ni modo que algún día yo iba a poder tener la lana para comprar una silla de ruedas. Juan recogía la tabla y después me la pasaba para que yo la acarreara cuando subíamos al camión. Fue ahí donde se dio la primera señal de que el destino me estaba deparando un momento de felicidad porque no mucho tuvimos que esperar en el paradero y nadie se puso a reclamar ni a mirarme, como si fuera una cucaracha inmunda.

Pero yo no lo tomé como señal porque no sabía que se venía un milagro, que el milagro de San Lázaro se iba a repetir ahí en la plaza igual que el suceso luminoso que ha quedado registrado en la Biblia.

“Ya, güey, me voy a trabajar”, me dijo Juan. “Dale duro a la chamba porque las cervezas y las enchiladas de esta noche las vas a pagar tú” . . . “Chingón”, le repliqué bromeando y fue entonces cuando la vi bajar de un taxi. Era la mujer más linda que vieron mis ojos. Una hembratota en todo el sentido de la palabra, pero con unos ojos muy dulces y tiernos. Venía acompañada de un vejete alto y macizo y una señora de edad, vestida tan fino que me recordó a la esposa del presidente cuando aparece en los noticieros. Parecía hija de ellos, pero no, porque al tantito, él le dio un beso en la boca y se la llevó abrazada de la cintura.

Cómo ese güero, hijo de puta, podía haberse conseguido una chamaca tan hermosa, empecé a preguntarme mientras los seguía. Ella llevaba un vestido celeste que se levantaba un poco con el viento y me dejaba ver que, más arriba de la rodilla, seguían unos muslos como dos mazorcas grandes y bien formadas. De vez en cuando, se daba vuelta para hablarle al hombre de edad y podía ver su perfil, muy parecido al de la virgen allá en la iglesia. “Permiso”, “permiso”, decía yo haciéndome camino entre la multitud porque tenía que seguirla para no despegar los ojos de tanta belleza. Y estas manos llenas de callos y durezas por tanto darle al pavimento, cuando iba detrás de ella se me figuraron dos remos que se hundían con fuerza en el agua . . . A la siga de esa mujer caída del cielo, yo era un vigoroso navegante que hacía avanzar mi tabla con cuatro ruedas como una barca que me llevaba al encuentro del amor.

De repente, se pararon cerca de los mariachis de don Antonio y me arrimé para quedar casi a los pies de ella. El vejete hablaba con la señora tan distinguida mientras sacaba humo de su pipa. Tenía una voz gangosa y me dio como repugnancia imaginar que, con esa voz de zopilote, le hablaba de amor a mi chamaca. Y hablaba tan raro este cabrón . . . “Mirá, lo que pasa es que vos no tenés una idea muy clara de la situación en Argentina”, estaba diciendo cuando mi muchacha se dio vuelta y me vio. Sus ojos eran muy azules y cuando se encontraron con los míos, el corazón se me puso a brincar como un caballo desbocado. Entonces me brindó una sonrisa y no sé de dónde saqué valentía para saludarla. “¿Siempre viene aquí?”, me preguntó con una voz que acariciaba al que la oía. “Siempre, señorita, todos los días porque aquí trabajo”, le contesté sin quitarle los ojos de encima. El viejo y la dama parecía que estaban discutiendo algo que tenía que ver con la política porque ahora hablaban en voz alta y ella lo interrumpía. ¡Pero qué felicidad más grande sentí al ver que la muchacha prefería conversar conmigo! Que dónde vivía, me preguntó, que si mi casa quedaba muy lejos de la plaza, que si venía con alguien y ganaba suficiente para mantenerme. Ella de veras estaba interesada en mí, en mi vida, y eso, me dije para mis adentros, era el mero comienzo del amor. Y ahora que estoy contándolo, se me llena el pecho de suspiros porque quisiera volver a vivir ese momento en que ella me escuchaba sin dejar de sonreírme.

Así, de zopetón, le pregunté, sacando ese tono que usaba con las chavas lindas cuando todavía no pasaba la desgracia de perder mis piernas, “¿Va a venir mañana? ¿Tendré la infinita alegría de volver a verla mañana?”. Y en mi pregunta, entoné cada palabra como si estuviera cantando una canción de Alejandro Fernández porque había dejado de ser un hombre inválido. Ella me hacía sentir alto y bien plantado como El Potrillo cuando aparece en el escenario con su sombrero y esas piernas largas que lo hacen tan apuesto. Y hasta sentía que me la podía llevar en brazos a la esquina oscura que está dos cuadras más arriba y comérmela a besos . . .

Cuando oyó mi pregunta, ella me miró con tristeza. “No. No puedo porque me voy mañana”, me dijo, “sólo estoy de paso en ciudad de México”. “Quédese, por favor, quédese”, le imploré mirándola muy profundo en los ojos. “No puedo”, repitió sacando unos billetes de la cartera y, para dármelos, se agachó y entonces pude verle la mitad de los pechos que se le salían por el escote del vestido. “¿En qué parte de México vive usted?”, le pregunté porque estaba dispuesto a irme de camión en camión y seguirla adonde fuera. “Es que no soy de aquí. Vivo en un país que queda muy lejos y es muy diferente al suyo”. Mientras estaba diciendo esto, yo tenía la vista clavada en sus pechos y por primera vez comprendí por qué “Perfume de mujer”, esa canción que le gustaba tanto a mi padre, dice que las chichis son cántaros rebosantes de miel. Entonces sentí que si no acariciaba sus pechos con mis manos y mi lengua recorriéndolos enteros me iba a morir. Y fue ahí, en ese mero minuto, cuando mi pájaro se puso tieso y abrió todas sus alas porque quería ponerse a revolotear por la piel de sus mejillas tan suave como los pétalos de las flores, por sus senos abundantes que eran un verdadero regalo de Dios, y por su pichorra de pelos tan rubios como las gavillas de trigo. “No es de aquí, de mi tierra”, le dije recio, “¡Pos, no le haaace! Todos somos iguales. De carne y hueso”. Le agarré la mano bien firme dejando que los billetes cayeran al suelo y jalándola con fuerza la hice caer sobre mí. Ahí quedamos los dos hechos un ovillo en el pavimento . . . ¡Nunca olvidaré la felicidad que sentí cuando encabritado me entrencé con su cuerpo que me ofrecía tantos cántaros de miel! Acerqué los labios a su cuello más suave que la seda y con las dos manos, me puse a acariciar su espalda, su cintura, sus nalgas tan redondeadas mientras le decía que ella era el único amor que había tenido en mi pinche vida.

En eso se oyó la voz de la señora elegante. “¡Pero qué insolencia la de este pobre mutilado! y ¡qué horror, la acaricia!”, dijo gritando y el vejete, hijo de la chingada, corrió a arrancármela de los brazos, de este cuerpo mío que vibraba como si yo volviera a ser un hombre entero y lleno de vida. “Mi querida, ¿te ha hecho daño?”, le preguntó dándole varios besos en la frente y después se dio vuelta bien brusco, se agachó hasta donde yo estaba y gritó “¡Bestia!”, lanzándome una cachetada. No contento con eso, me dio un par de patadas cuando se enderezó y a todo pulmón para que media plaza lo oyera, se puso a decir “Que venga la policía y encarcele a este desgraciado”. Mi chava con fuerza empezó a reclamar. “¡No, por Dios! ¡Nooo!”, decía mirándome con mucho amor, “Te lo repito, Carlos Alberto, fue un accidente. Por favor, no llamen a la policía”. Pero ahí mero se armó la bronca y llegaron los mordelones con esa cara tan seria que ponen porque dicen que son los representantes de la ley. El viejo de mierda, sin soltarle la mano a mi chamaca, se puso a perorar con su voz gangosa. Que yo era un degenerado, un peligro público, así decía, y ella, con lágrimas en sus ojos tan bellos, le imploraba a los policías que no me llevaran preso.

Pero, ¡ni modo! El cuico de bigotes me pegó en las costillas y me gritó “¡Áaandale!”, como si yo fuera el peor criminal de este mundo y del otro. Y el que estaba al lado, echó una carcajada, “¿Para qué dices ‘ándale”, mi cuate? ¿Qué no estás viendo que este pinche hombre tiene las piernas cortadas y no puede andar? Vamos a tener que cargarlo”. Pero no me cargaron como se carga a los cristianos. No. Contra las protestas de mi chava, que se veía todavía más bonita con un color rosado que se le había puesto en la cara, cada uno me agarró de un brazo y casi arrastrándome por el suelo me llevaron como a un canasto de verdura podrida. Aquí en el corazón se me quedó la última mirada que me dio ella y cuando los otros presos empiezan a molestarme no les replico porque siento que todavía está mirándome . . . Tenía los ojos empapados de lágrimas, pero también llenos de amor, de deseos de estar conmigo para que yo le besara todo su cuerpo tan hermoso y mi pájaro la hiciera feliz.

Ella allá, en otra tierra muy lejos de aquí, es el único pedazo de cielo que tengo en esta celda. Estoy seguro que el juez me va a condenar y quizás cuánto tiempo voy a tener que pasar tras estos barrotes y en medio de tanta inmundicia, porque nunca falta uno que lo traen borracho y se pone a vomitar . . . Como los de la justicia andan siempre tan apurados, el juez no me va a dejar platicarle mi historia. ¡Qué le va a interesar saber de mí y de mi cuerpo mocho! A poco . . . Y aunque no soy rencoroso, a veces maldigo ese pinche tren que me cortó las piernas y desquició todo el resto de vida que me está quedando . . . Aquí me van a tener encerrado hasta quién sabe cuándo y después, cuando me dejen en libertad, ahí andaré arriba de mi tabla con cuatro ruedas que se trajeron los policías, no más que por pura compasión. Rodando y mendigando andaré por las calles con el recuerdo de ella incrustado en mí hasta que llegue la muerte verdadera y acabe con esta muerte a medias. Y me pondrán en un ataúd de niños porque para qué van a andar gastando en uno más grande.

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