29 de noviembre de 2019

De pájaros en la mano y tropezones

Teniendo el aparato de televisión delante me dejo engañar por la ilusión de que voy a encontrar algo que ver y me paso las horas saltando impacientemente de un canal a otro, cumpliendo con lo que parece ser una conducta normal entre los televidentes. Habrá que reconocer en esta absurdo saltar impacientemente de canal en canal una raíz psicológica profunda, ancestral, que no deja de tener importantes y duraderas consecuencias.


Supongo que esa latente condición de explorador que anda lo indecible por buscar lo innombrable e indefinible es propia de la especie humana y no hay nada de extraordinario en que uno se pase la vida con la ilusión imprecisa de que en cualquier momento, en el menos esperado, se va a producir lo que se tiene que producir: la manifestación de lo largamente esperado. 

El que se llegue a la edad madura sin que se haya producido nada que ni se aproxime siquiera a lo que sería ese imponderable descubrimiento lleva a pensar en el carácter puramente motivador de tal condición de impaciente indecisión.

A lo mejor hay quienes reconocen en algún aspecto de su vida eso esperado y lo aceptan, lo agradecen y lo asumen.  

También están los que nunca van a tener la suerte de dar con ese tesoro escondido y no dejarán de creer en su inexistencia. 


Y estarán los que se dan perfectamente cuenta de la trampa que nos juega el cerebro ancestral y cortan por lo sano: no esperan nada y se dan por contentos—o conformes—con lo que tienen. Son éstos los prácticos sabios que prefieren tener el pájaro en la mano a levantar ansiosos la vista a la bandada que en el aire piruetea. 


Muchos son, sin embargo, los que viven mirando al cielo esperando el vuelo de la bandada y van por el mundo a tropezones.

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