28 de noviembre de 2019

Tanscurso de lo vivo

Como los humanos, nuestras mascotas --perros y gatos y otros seres para nosotros bellos-- transcurren también hasta la muerte. Perderlos, dejar de tenerlos junto nuestro, nos causa una dura pena que es pena del saberse solo y perecedero.



Tal sabia tristeza la han expresado algunos poetas; entre ellos, Pablo Neruda, que supo del gozo de tener un perro encariñado y del desconsuelo de perderlo.

Hoy, que he sabido de la muerte de un perro amigo --quiero decir del perro de unos amigos--, recuerdo una de las notas que me publicaron, hace ya casi una década, en Rumbo, que fue un buen diario de San Antonio redactado en castellano.* No creo inadecuado reproducirla aquí como una forma de consuelo.


El perro del poeta
Reconocido en todo el mundo, especialmente por sus poemas juveniles de 20 poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda (1904-1973) tuvo siempre un intenso cariño por los seres y objetos más humildes. Hacia el final de su vida, enfrentado a la enfermedad y la muerte –la suya próxima y la de su perro ocurrida por esos días-- escribe “Un perro ha muerto”, conmovedor y simple poema a su mascota de años: 

Mi perro ha muerto.

Lo enterré en el jardín
junto a una vieja máquina oxidada.

Allí, no más abajo,
ni más arriba,
se juntará conmigo alguna vez. 

Son éstas, como dice él mismo en el poema, las palabras de un 

materialista que no cree
en el celeste cielo prometido
para ningún humano, 

pero que en cambio guarda para ese animal de “ojos más puros que los míos” la ilusión del paraíso:

para este perro o para todo perro
creo en el cielo, sí, creo en un cielo
                        donde yo no entraré, pero él me espera
                        ondulando su cola de abanico
                        para que yo al llegar tenga amistades.

Cómo no compartir con el poeta su esperanza de un encuentro, más allá de la muerte, con la angelical ternura del perro que estuvo 

toda su dulce, su peluda vida,
su silenciosa vida,
cerca de mí, sin molestarme nunca,
y sin pedirme nada.

Sabio consuelo el de la eternidad ante el dolor tan humano de perder un ser “Alegre, alegre, alegre/como solo los perros saben ser felices”. Pérdida de un cariño simple que en la ausencia duele:

            Ay no diré la tristeza en la tierra
                            de no tenerlo más por compañero
                            que para mí jamás fue un servidor.

Es el poema de un maestro, perfecto en su sencillez y en el candor del anciano materialista ateo que admite –en aparente contradicción ideológica—la bellísima ilusión cristiana de un paraíso, premio final para los puros de corazón, como lo son los simples animales, según nos enseñara San Francisco de Asís, otro gran poeta de lo material.
Profunda humildad humana y el espíritu juguetón del poeta se leen en estos versos cargados de emoción ante lo inexplicable de la vida:

                                    Ay cuantas veces quise tener cola
andando junto a él por las orillas
del mar, en el Invierno de Isla Negra,
en la gran soledad: arriba el aire
traspasado de pájaros glaciales
y mi perro brincando, hirsuto, lleno
de voltaje marino en movimiento:
mi perro vagabundo y olfatorio
enarbolando su cola dorada
frente a frente al Océano y su espuma.
                        
***

Se podría añadir a esta memoria el poema que otro gran poeta de la lengua española (español, por cierto), Vicente Aleizandre, le dedicó a su perro que, como todo perro, aunque sea de un poeta, alcanzó el final de su transcurso de ser mortal.

A mi perro, poema de Vicente Aleixandre amorosamente ...www.nidodepoesia.com › hogarperro

*En mi tozudez insisto en usar el término "castellano" en vez de "español" para designar la lengua materna que usamos quienes no somos españoles.

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