No se trata del yo confesional ni del ego exhibicionista o lastimoso mendigo de la atención del otro.
Ni se trata tampoco de contar el cuento falso de las memorias y autobiografías ni de hacer gran cosa de un ataque de hipo o desdén sentimental.
La vanidad--no de la que habla el cohelet, que es sabiduría filosófica y no teológica, como algunos creen, sino la tonta vanidad del autobombo--no es buena compañera del que de veras en el texto escribe. Lo puede ser--y de hecho lo es, en muchos casos--del escritor figurón al que bien acompaña en sus fanfarronadas.
Lo que se ha de hacer es escribir desde uno mismo, que es un acto muy diferente al otro, al de la pose personal que se confunde ingenuamente con la sinceridad y el sentir auténtico de la que se cree incomparable experiencia propia.
Déjese el ego lastimado y el satisfecho para el diario personal, el que por buenas razones se lo guarda bajo llave.
Si importa el yo del escritor es porque observa, es porque admira y critica, porque desde su escondrijo va analizando esa realidad de la que se escabulle, cauteloso. De esa realidad, de los otros que en sí mismo ve, ha de ser de lo que escribe. Y no puede hacerlo sino desde sí mismo, desde su conciencia y su entusiasmo.
Así, auténtico escritor, hablará del lector y sus preocupaciones.
Sin embargo, y desafortunadamente--confiesa compungido quien sinceramente critica--proliferamos los escritores del ego, los narradores del espejo, los poetas del ombligo. Nos equivocamos.
Somos el coro indecente del strip tease literario, exhibicionistas impúdicos deseosos del aplauso cómplice de un público habituado a lo indecente.
Falta nos hace dejarnos de faramallas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario