8 de enero de 2020

Volver para no volver

Nada tiene de turístico y mucho de peregrinación el viaje de vuelta --de visita después de demasiados años-- a la que fue región propia, tierra paterna de la infancia y de la primera juventud: la encandilada.

Quisiera el peregrino --inútilmente, claro está-- reproducir al volver ese fulgor de entonces en el reencuentro. 

Pero el tiempo --que hasta a la geografía esencial y al clima los afecta también la suma de los años-- ha hecho entretanto de las suyas y lo propio, lo que fue propio, ha perdido para el que vuelve mucho 
--o casi todo-- de su condición original: ahora es lo ajeno.



Quien vuelve es casi un extranjero --habitante de Extranja, como explica Jodorowsky--, alguien que llega del pasado y su ideal: la infancia mayormente imaginaria, la aún más irreal adolescencia, la juventud inicial que impaciente echó a volar más allá de los montes, magnetizada de horizonte, probablemente también equivocada, confundida de futuros y presentes, pasados y distancias.

La ciudad del reencuentro no es la misma que era. Reaparece a medias en lo que el recuerdo recupera. Ha crecido, tal vez para mejor, al menos para los que ahora la habitan y la hacen suya. Para el visitante, el desplazado, el que la evoca empecinado en lo imposible, el admirable progreso ha sido para peor. Quienes la alaban como ciudad hermosa, quienes la admiran como suya, no saben lo que dicen.

Volver ha sido siempre un imposible.

El tiempo avanza en sólo una dirección y todo intento de moverse en dirección contraria es inútil y un engaño.




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