Emborronaba yo desde temprano algunas líneas en mi cuaderno de intentos y fracasos cuando sonó el teléfono y, con esa prontitud inexplicable con que atiende uno las llamadas, dejé a un lado, descuidadamente, la pluma con que escribía y contesté.
Resultó ser una de esas llamadas interminables que--después de varias despedidas abortadas--acaban entumiendo las manos con que alternativamente uno sostiene el aparato largo rato contra la oreja, que también se embota.
Terminada la conversación, y después de varios segundos de incertidumbre con respecto a lo que estaba haciendo más de tres cuartos de hora antes de la interrupción, quise retomar la escritura en mitad de una oración--que ya no tenía sentido ni manera de terminarse--y no solo no encontré ni la idea ni las palabras que la expresaran, sino tampoco la pluma, que debí haber dejado a mano al interumpir lo que escribía. Por más que la busqué no pude dar con ella en ninguna parte.
Eso de extraviar los objetos de uso constante--plumas, anteojos, palabras y papel en blanco--es asunto cotidiano y no me preocupó mayormente no encontrar la plumafuente al instante. Simpre tengo disponibles y a fácil alcance varias plumas y algunos lápices que reemplacen el instrumento extraviado que, después de todo, pronto aparece.
Pero esta vez la desaparición fue duradera y el encuentro, después de varios días, desconcertante y desagradable: en un rincón de la biblioteca, debajo del antiguo facistol que me sirve de escritorio cuando necesito trabajar de pie, vi retorcido en el suelo--como cascarón de algún insecto violentamente destrozado--el cilindro masticado de la que había sido, hasta hacía poco, lapicera.
Mi indignación ante tal destrozo no fue contra el perro que, frustrado de no poder conversar conmigo ni menos aun de poder escribirme una nota que me arrancara de la enredada malla de la conversación telefónica que me tenía atrapado, había--como escolar nervioso--roído la pluma hasta dejarla--culpable ella también de mi falta de atención a su aburrimiento--irreconocible y, por cierto, inutilizable.
Fue cotra mí que lancé mi indignado insulto. Contra mi y mi irresponsable descuido de perro y pluma: los predilectos que doy por descontados.
El daño, desafortunadamente, está hecho.
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