--Coser y cantar. ¿Qué más quieres?
--Qué más voy a querer. Quisiera menos.
--¿Qué menos que esto?
--Nada.
La terraza del jardín, de un embaldosado color rosa desvaído, daba al prado de las galápagos y su altísimo cedro evocador de otras tierras, las abandonadas en el destierro.
Desde allí, donde conversaban sentadas a la mesita del té, se extendía--más allá del rosedal, los arriates de dalias y el bosquecillo de magnolios--el parque y sus paseos empedrados en ascenso hasta las primeras lomas del viñedo, que en esos días comenzaba a refulgir bajo el sol como recamado de oro.
--Lo tienes todo.
--Preferiría no tener nada.
--No sabes lo que dices. Te ciega el hartazgo.
--Harta estoy, lo has dicho.
Sobre la mesita la porcelana, el cristal, la platería y los encajes del mantel y las servilletas, el ámbar del té en las tazas, las tostadas rubias, rubia la mermelada y el bizcocho, componían una obra maestra de delicadeza visual y gustativa.
--Se ha enfriado—dijo con disgusto al volver sobre el platillo la taza de la que había probado un sorbo.
Soplaba una brisa preotoñal, que podría haberse dicho no era suficientemente tibia.
Se echó sobre los hombros el chaleco de lana que se había quitado un poco antes, cuando el calor le pareció excesivo. En pocos minutos la temperatura había bajado y en un rato más tendrían que entrarse a la casa y contemplar el atardecer desde el salón de los ventanales del poniente o desde la transparencia del invernadero y su pajarera.
--Ya verás que no presenta ninguna dificultad.
Se levantó, dando a entender que ya no hablaría más del asunto por el momento, y se dirigió a la puertaventana, que se abrió sin un ruido para dejarla entrar a la salita de los muebles de bambú. Uno de los perros que habían estado echados a sus pies la siguió, sin entrar. Adentro eran otros los perros—más pequeños, juguetes de peluche casi--que la esperaban para acompañarla.
La otra siguió sentada en la terraza un largo rato más: no entró hasta que la brisa vespertina se volvió viento al momento en que sol comenzaba a perderse detrás de los cerros más distantes, los que daban sobre el mar. No era un atardecer que mereciera seguir afuera para observarlo. El otro perro la siguió hasta la puerta, sin entrar tras ella.
A la declinante luz del atardecer la salita tenía un algo como de cañaveral para el juego del escondite: bosque de altas cañas rumorosas en el perpetuo cimbrarse al viento que por la cañada baja desde la cordillera al mar despeinando juncales y sauces legendarios de aromática y somnolienta sombra.
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