El ensayista ensaya, no cree en el texto definitivo. Va, pluma en mano, rasguñándole al silencio del papel en blanco lo que éste calla e insinúa.
La superficie lisa, en blanco, de la pizarra del barranco, de la peña de albo mármol, de los muros de caliza de la caverna monumental debió suscitar desde un principio la ansiedad de la marca indeleble, del querer dejar constancia en la escritura.
Exigente, el silencio anhelante del documento todavía en blanco ha invocado siempre la expresión de la palabra equilibrada que cuestiona, la diametralmente opuesta al eco resonante de la voz sacerdotal--la del poder--reveladora de misterios inventados.
La piedra virgen de oscuras cavernas protectoras--no siempre son de temer las penumbras--debió recibir el signo inicial: la invención de la voz transformada en escritura.
A la mano primera estampada en cal expresiva fueron siguiendo, siglo a siglo, la mácula del ocre en la peña gris, el esgrafiado en la pared de rocas ígneas, la muesca en la greda, la herida del cincel que muerde al mármol, el trazo del estilo en la tersa cera, la mosca que el pincel dibuja en el papiro, la seda, el pergamino, el papel.
Y luego las mareas centenarias de escritura impresa.
Obra toda--marcas, signos, voces embebidas en la materia inerte--de las manos de ensayistas.
Ensayista fue el que pintó en el muro intacto el primer graffito, ensayista también todo calígrafo y el que primero llevó al papiro el verso homérico, ensayista el que impugna a los dioses en tanteos filosóficos, el que narra lo que pudo suceder y los que han documentado las hipótesis de lo acontecido. Y los que han imaginado la infinidad de posibilidades.
Un largo, bellamente complicado e interminable ensayo han ido escribiendo milenio tras milenio los curiosos y sorprendidos. Un largo y complicado ensayo la historia humana y sus palabras, las que la han ido inventando en el intento--sin duda errado--de alcanzar lo que ilusamente se espera sea definitivo.
Todo decir y hacer es un ensayo y nada nunca será definitivo. Lo saben, lo han sabido siempre los espíritus inquietos, los reacios al dogma, los inquisitivos, los que dudan. Los que en la escritura ensayan, sabiendo que es imposible, descifrar lo cifrado de la realidad y del propio ensueño.
Hay, sin embargo, y siempre los ha habido, quienes, por el contrario, hablan y escriben de lo definitivo, lo indiscutible. Desde la falsa certeza predican la mentida verdad que les conviene: lo revelado. Son los portavoces del engaño, los escribas del faraón, los mandarines y su caligrafía, la infinita caterva de escribanos, testigos falsos, poetastros fanfarrones, predicadores de milagros, farsantes de circos mágicos, propagadores de la basura. Son los que todo el mundo--envenenado de la ignorancia premeditada--escucha y admira, aplaude y sigue en la grotesca marcha triunfal de los falsarios.
El bullicio de tanta palabrería como producen es tal que ensordece y tupe el entendimiento, condenándolo a lo consabido, que es exactamente lo que se quiere conseguir con la algarabía.
El vocerío--audiovisual y escrito--es ubicuo, como una divinidad farsante y descarada. No hay manera de evitarlo, si evitarlo fuera lo que el público, obnubilado, quisiéramos conseguir. Propaganda efectiva la propaganda se propaga a sí misma desde las más diversas tribunas, disponibles todas--a mano, inmediatas, insertas en los oídos--en los medios electrónicos de comunicación masiva.
La andanada continua de mensajes equívocos y espectáculos inanes proviene de todos lados y derrota y desmantela toda otra forma de comunicación que pueda poner en duda la credibilidad de la faramalla.
Contra este vendaval destructivo que, engañosamente, pasa por buen tiempo, de sol perpetuo, paradisíaco, poco se puede hacer a nivel colectivo. Algo, si algo algún efecto puede tener, se obtiene al preferir individualmente--como algunos prefieren--el casi enmudecido decir de la escritura y la lectura de aquéllo que se escribe y se lee por dialogar y preguntarse: la escritura y la lectura como ensayo, intento de esa claridad que la estridencia de tanta luz de pacotilla vuelve invisible, un leve fulgor que pocos ven y advierten.
Pocos son, alguien dictaminó severo, los elegidos.
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