A riesgo de parecer falto de criterio y dando por sentado que mi modo de ver e interpretar lo que comento se puede tomar como una prueba de mi insensatez, me he decidido, al cabo de mucho rumiar el bollo indigerible, echarlo fuera y darme por liberado de un malestar que me estaba haciendo daño. Me refiero a lo que he aprendido de mi larga, larguísima experiencia de lector y, por extensión desaforada, de escritor, si puede tildarse de escritor a todo el que tenga la osadía de tomar la pluma y borronear unos papeles que llegan a publicarse.
Como probablemente suceda con todo lector dedicado, o maniático del libro y sus diversas formas, mi afición lectora, si no innata, la adquirí en la cuna por arte y magia de esas voces de ensalmos que poco a poco, a lo largo de los días, fueron añadiendo a la melodía del sonido la fantasía no menos fascinante del significado. Tuvieron los libros casi desde el comienzo una presencia física hermanada a la de la voz y desde entonces han sido objetos de cariñosa posesión. La biblioteca personal se fundó en la caja de libros infantiles, que se fue llenando hasta la necesidad del anaquel y los múltiples anaqueles que con los años acabaron invadiendo todo espacio disponible.
Por el largo tiempo de inicios la selección de lo leído dependió en gran parte de las decisiones de los mayores: las canciones de cuna arrulladas por la abuela, la madre, la yaya y la lectura paterna a la hora de dormir. Los libros regalados por tíos lectores, los cuentos escuchados en la cocina de boca del jardinero a la hora del almuerzo, los chismes de la abuela y sus amigas a la hora del té en las tardes de canasta y majong. No hubo día en esos años de infancia sin un libro, sin unas rimas, sin anécdotas contadas en una lengua diferente a la del habla diaria. La palabra, como en los trabalenguas y versos de magos encantadores, fue imponiendo su poder, su capacidad de ensalmo.
Ese mismo poder le daba la lengua a las ceremonias religiosas en las que la tradición nos obligó a participar, como hipnotizados por el otro lenguaje, el críptico de la oración y su monótono sinsentido hipnótico. Confusa coincidencia equivocada de lenguajes y objetivos. La imposición del texto sagrado, añadida a la de los textos exigidos por el programa escolar y las ceremonias patrias, produjo el primer encontrón con una realidad inaceptable: los libros, como la gente mayor son, en su aparente autoridad admirable, imperfectos y de desconfiar. A partir de ese momento la afición lectora, que ya irradiaba un gustillo por la escritura, se volvió conflictiva: se abrió a la duda. La lectura se fue haciendo crítica, desafiadora.
Atrevimiento juvenil fue ése que llevó a dejar la lectura de un libro por la mitad y erradicarlo de la biblioteca personal, rechazándolo por imperfecto. Mayor atrevimiento fue oponerse, por rebeldía, a leer lo prescrito, a aceptar el juicio dudoso de los otros, los promotores de la lectura como una forma intransferible de formación personal. Leer, entonces, fue una empresa personal, una excursión en los territorios ignorados por las fórmulas de lo apropiado.
La nutrida biblioteca paterna, las de las casas de los amigos, las librerías--especialmente las de libros viejos--las conversaciones con otros aventureros de la lectura, la casualidad, en fin, toda oportunidad de encontrar un libro admirable fue motivo de indecible dicha y no menos inefable disgusto: el montón de libros ilegibles se desmoronaba obstruyendo el paso, enterrando bajo su mole el tesoro del libro que no se encuentra en ninguna parte. Pero aún así, mucho buen libro, mucha lectura extraordinaria se tuvo y se gozó plenamente. La aventura valió la pena.
Años de excursión acaban cansando. Leer ya no sólo constituye un sacrificio a causa de la vista defectuosa sino también por la desilusión que produce hacerlo, por este caer en la cuenta de lo equivocado que uno estaba al darle tanta importancia a la palabra escrita, que mucho de lo que se aceptó como lectura valiosa ya no lo parece tanto y que defraudan no pocos autores que se tenía como importantes más que nada por errado respeto al reconocimiento de los clásicos.
Leer ya no parece, al cabo del tiempo, la aventura que fue algún día. Como se pierde con la edad la capacidad gustativa, como disminuye la acuidad de la vista, el oído, el olfato y el tacto dudoso vacila, así mismo la sensibilidad lectora disminuye o, más bien, se vuelve más atenta a lo que se le escapa por imperfecta. Los sabores intensos, el colorido efusivo, los malabares sonoros se les escapan a los sentidos disminuidos en sus capacidades; lo que se capta es lo esencial. Así mismo en la lectura y la relectura de los favoritos, que en muchos casos resulta insípida, descolorida, desafinada incluso.
Y no se hable de lo manido, porque a la larga nada de lo que se escribe no parece repetido y repetitivo. No se trata de privilegiar lo novedoso por novedoso, aunque motor de la historia literaria ha sido la necesidad de innovar al paso de los cambios de gusto y preferencias temáticas e ideológicas. La imitación, que tanto importó a los clásicos, sigue vigente, sólo que solapadamente por eso de la tonta fijación en la originalidad como valor imprescindible de toda escritura. Lo original no parece ser algo que la voluntad dicte: más tiene de don o casualidad y se debe al talento, a esa capacidad innata que se tiene o no se tiene, quiéralo o no el individuo.
Leer, cuando se ha leído mucho, es un ejercicio de purga y aventura en el encuentro y el reencuentro con lo raramente hermoso y deleitable. Muchos son los libros, pocos los que se elige como almohada.
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